lunes, 31 de diciembre de 2012

DESEOS Y REALIDADES

Estamos a punto de cerrar un año económica y socialmente malo, y vamos a iniciar otro que nada indica que vaya a ser mejor. El 2013 no augura nada diferente, y no sólo para nuestro país, sino para la mayoría de economías mundiales. Dentro de unas horas nos aferraremos a una copa de cava, si es posible no independentista, y brindaremos con fe para que los próximos doce meses no sean de pesadilla. Y engulliremos las uvas con el convencimiento absurdo de que las doce campanadas pueden cerrar una herida que está desangrándonos a todos.
 
Es curioso cómo el hombre cree lo que quiere creer, sólo porque toque creerlo. Hoy nadie admite malos augurios, bajo acusación de mal agüero. Hoy se abrirá un agujero temporal privilegiado, en el que cualquier deseo tendrá crédito de posible, aunque con la medianoche entren en vigor incrementos en las tasas de servicios básicos como la luz o el agua. Y ni así: no hay más ciego que el que no quiere ver, y no hay mayor optimista que el hombre medio en Nochevieja.
 
Yo no quiero desanimar a mis hijas. Me tomaré mi copa de champán correspondiente, y pitaré como si se me fuese el alma a través de mi matasuegras de papel. Acepto incluso que se me fotografíe en puro acto ilusionante. Y minutos después, dejaré mis minibraguitas rojas en mi mesilla de noche. Seguro que mañana me levanto con dolor de cabeza. No estaré arrepentida de nada. Mis hijas aún son pequeñas, y no soy quién para diluir ese teatro de la felicidad que hoy todo lo impregna. Pero señores, seriedad. Una cosa es celebrar la Nochevieja, y otra cosa es que se nos tome por tontos. Feliz año nuevo, por supuesto. Los milagros también existen. Pero no dejan de ser eso: milagros. El año nuevo nos va a pillar en bragas. Rojas, sí, y con lentejuelas. Pero en bragas. Avisados estamos.
 
 
 
   

domingo, 30 de diciembre de 2012

sábado, 29 de diciembre de 2012

MATAR UN RUISEÑOR

Dicen que del amor al odio hay sólo un paso. No lo dudo. Pero como en cualquier otro aspecto de la vida, tampoco en el odio somos todos iguales. Hay quien, por odio, se encierra en su caparazón de ermitaño y reniega del mundo, a veces para siempre, convencido de que nada bueno le vendrá de él y de que ni siquiera vale la pena darle una nueva oportunidad. Otros, por el contrario, ponen todo su empeño en recomponer sus vidas amorosas, y en que sus exparejas comprueben que no les eran imprescindibles para ser felices. Sin embargo, otros se convierten en monstruos.
 
Incapaces de asumir una ruptura, hay quien dedica días, semanas o incluso meses a maquinar friamente la manera de acabar con su expareja, y armados con un cuchillo, ya que en España pocas personas poseen armas de fuego, abordan a su víctima y le asestan no una ni dos cuchilladas, sino en ocasiones hasta veinte o treinta. Es escalofriante pensar en los detalles de la acción, y en la nula piedad que demuestran con quien anteriormente había sido su persona amada.
 
Sin embargo, hay quien en vez de orientar todo su odio hacia la causante directa de su infelicidad, planea una venganza aún peor si cabe, y se ceba con quienes cometieron el único delito de ser lo más sagrado para la víctima: sus hijos. Así, el criminal le asegura un sufrimiento inimaginable de por vida. ¿Puede haber venganza peor?
 
Bien, pues hagámonos un favor: no pensemos que hay que estar loco para cometer semejante barbaridad. No los exculpemos. No están locos. Ninguno. Quizás durante los minutos concretos de la realización del asesinato se dejaron llevar por la rabia, cierto, pero la perfecta planificación del cómo y el cuándo nos lleva a la conclusión de que la venganza fue conscientemente buscada y deseada. No hace falta estar loco. Lo que hace falta es ser una persona tan vengativa que no dude en poner su propia sed de venganza por encima de las otras personas. Incluso aunque se trate de sus propios hijos.
 
Dicen que en la escala de la naturaleza, el hombre es superior a los animales porque tiene conciencia. ¡Qué ilusos! Hay algunos seres humanos que no tienen parangón. Y ya no en la naturaleza. Sino en toda la infinita inmensidad cósmica.

viernes, 28 de diciembre de 2012

PARQUES LITERARIOS

Hace un día espléndido en este invierno suave y mediterráneo que nos abraza. Salgo con mis hijas al antiguo cauce del río Turia, en la ciudad de Valencia, y recalo en un parque infantil de lo más original. Es una figura gigantesca de Gulliver, el viajero que llegó a un país de gente diminuta en uno de sus recorridos. La figura lo retrata tumbado boca arriba, inconsciente, y con un montón de cuerdas que lo inmovilizan en caso de que despierte. Los niños y no pocos padres escalan por los lados de la figura y caminan por encima de su anatomía, se deslizan por los toboganes de su melena, de sus botas, de los pliegues de su chaqueta, y suben y bajan en un movimiento contínuo que los va dejando exhaustos y sonrientes.
 
Sobre nosotros se abre un cielo azul limpísimo, y al tibio sol de la mañana voy contándoles a mis hijas el viaje de Gulliver. Ellas me escuchan totalmente metidas en la historia, lanzan pequeñas risitas cuando les hablo de que las enormes cuerdas con que los diminutos ataron a aquel gigante eran como hilos de coser para él, y que cuando despertó, no pudieron impedirle ponerse de pie. Todas quieren saber qué pasó después, y luego, y más tarde. Cuando les digo que en otro viaje Gulliver llegó a un país de gigantes, mi hija pequeña se pone a dar saltos de la emoción.
No sé de quién sería la idea de construir un parque así, ni sé que la ciudad de Valencia tenga o haya tenido relación con el escritor, con su país de origen o con la historia en sí. Es decir, que en vez de Gulliver, podrían haber diseñado cualquier otro personaje literario, como Alicia y su conejo mágico, Don Quijote y su escudero o algún personaje de la literatura valenciana, como Tirante el Blanco. Pero el hecho es que la historia de Gulliver es mucho más conocida entre los niños valencianos desde que este parque habita nuestro cauce, y que con tanta bazofia televisiva, con tantos dibujos animados de princesas caramelizadas, con tanta película americana para adolescentes descerebrados, y con la poca costumbre que tienen ahora nuestros niños de perderse entre las páginas de un libro, cualquier técnica de márketing vale. Aunque no se persiga vender nada, sino dar a conocer acontecimientos literarios o culturales de la humanidad.
 
Quizás esta sea la estrategia del futuro: ponga un parque infantil en su ciudad y culturice a la población. Podríamos enviar un esbozo de nuestro caballero andante más universal a la señora Merkel. Así, nuestros ingenieros emigrados en Alemania se sentirían como en casa. Y los niños alemanes conocerían mejor nuestra cultura. Quizás les ayudaría a entender muchas cosas. Sería terrible que creyeran que aquí sólo tenemos especímenes como Rajoy o Zapatero. Ingeniosos como somos los valencianos de a pie, a la salida del parque hay un contenedor de basura con una inscripción de grafiti: "Políticos, aquì". No sé qué opinarán los niños alemanes de esto, pero a los benjamines españoles les provoca más de una carcajada.

jueves, 27 de diciembre de 2012

MI VALENCIA

Me voy a Valencia. A pasar unos días. Con mi familia. A la casa de mi madre, que fue siempre mi casa. Porque yo nací en Valencia ciudad. En Valencia capital, decíamos antes, hasta que las amigas de los pueblos colindantes me dijeron, algo molestas: "¡Hija, dices de la capital con un tonito!". No era cierto, no había tonito en mis palabras, es sólo que Valencia capital lo era en contraposición a Valencia provincia. Pero desde entonces la llamo Valencia ciudad. Me gusta más. La define mejor. La hace más acogedora. Más mía.
 
Falto de allí desde el año 1993. Y aunque parece que fue ayer, es la mitad de mi vida. Cuando me fui de Valencia, por trabajo, acababan de inaugurar el Palau de la Música, y toda la parte nueva del río no existía. En cada uno de mis viajes de vuelta, un trocito de cauce se había transformado: hoy había medio edificio más, hoy parecía que iban a poner un jardín, hoy estaban construyendo una estructura circular la mar de extraña... Era como visitar a alguien que está haciendo un puzle gigante, y comprobar sus avances en cada encuentro.


El resultado final, ya lo conocen muchos de ustedes, es una obra capital de la ingeniería moderna. Capital capital. Aunque a algunos les pese por el gasto monumental que ha supuesto. Atrae de por sí a muchísimos turistas, que pasean por los edificios admirando las construcciones y no tanto lo que estas albergan. Van a verlas de día y de noche, iluminadas con cambiantes luces de colores que le dan al conjunto un ambiente misterioso y seductor al que nadie puede resistirse. Turistas y valencianos retratan incansablemente el antiguo cauce del río, marco incomparable de festejos y celebraciones, tanto de la ciudad como de sus ciudadanos. ¡Pues no quedan bonitos los álbumes de boda, con los vestidos blancos de las novias contrapuestos con el verde vivo de los jardines, los mármoles y los acristalamientos de los edificios, y el azul del cielo mediterráneo! ¡Un filón, oiga!
 
Cada Navidad, mis amigas me dicen: "¿Vas a ver el Oceanográfico? ¿Y la Ciudad de las Artes? ¿Y el Hemisférico?". Todas han estado allí. Todas han quedado impresionadas con aquella maravilla. Todas quisieran volver. Lo recuerdan palmo a palmo, centímetro a centímetro. Me miran con un poquito de envidia. Una pizca nada más. Les brilla en el lagrimal. La noto, licuándose a punto de volverse lágrima. "Pues no. No creo que me acerque por allí. Y eso que vivo justo enfrente del Palau". Ellas se quedan de piedra. No de piedra monumental, marmórea y cambiante según la luz de capricho, sino pura y llanamente de piedra. De roca viva. "¿Y por qué?". Yo suspiro. A ver cómo se lo explico. Para que me comprendan.

Y es que mi Valencia, la que yo llevo en el alma, ya existía mucho antes de que el señor Calatrava pusiese sus ojos en ella. Para mí, mi ciudad no es esa muestra opulenta y modernísima de arquitectura monumental, sino un corazón mucho más humilde y afectivo, lleno de tradiciones, de olor a pólvora y a flores. Mi Valencia es el casco antiguo de la ciudad, donde te abre sus puertas la Catedral, donde las torres del Miguelete y de Santa Catalina te ofrecen los mejores miradores sobre las callejas medievales, la fuente del río Turia con sus acequias, la plaza con las palomas que se abalanzan sobre mi hija pequeña y la convierten en un monstruo plumífero que da tumbos entre carcajadas. Mi Valencia es el recogimiento del interior de la Basílica, con la imagen bellísima de la Madre de los valencianos. Es el chocolate caliente y la fresquísima horchata entre azulejos artesanales. Es el barrio de los gremios y es la inolvidable Casa de los Caramelos.
 
Mis amigas me miran un poco desilusionadas. "Ah, sí, la Catedral...". Sus ojos de turista, ávidos de gigantismo, no comprenden que mi mirada es diferente. Yo contemplo el pasado reflejado en el presente. Yo revivo mi niñez entre las palomas que hoy rodean a mi hija. Yo añoro las ofrendas florales a una Madre que sentí mía en la distancia. Yo me conmuevo hasta las lágrimas entre los peldaños de un torreón estrecho como el túnel del tiempo. Y contemplo a las embarazadas dar nueve vueltas al interior de la Catedral, como hice yo misma antes de los nacimientos de mis tres hijas, como hizo mi madre antes de que naciese yo, y como mi abuela hizo antes de que naciesen sus cinco hijos. Cuando yo vuelvo a Valencia, vuelvo a mi infancia. Y no hay viaje mejor. Ni monumento más vivo.  

miércoles, 26 de diciembre de 2012

UNA BOTELLA DE FELICIDAD

 Ayer, día de Navidad, nos juntamos para comer un montón de familiares. Entre el bullicio y la animación de la reunión, mi hija pequeña me pidió que le sirviese un poco de Coca-Cola, y yo cogí el enorme botellón de dos litros y le serví un poquito. Cuando estaba cerrando la botella, me fijé en el tapón; junto al logotipo, había un eslogan: "Destapa la felicidad".

La verdad es que, desde que tengo memoria, la Coca-Cola ha acompañado nuestras reuniones familiares, tanto las típicamente infantiles, cumpleaños y meriendas de verano, como las más especiales, bodas, bautizos y comuniones. Ha sido parte de nuestro universo infantil al menos durante 40 años, y aunque han corrido muchas historias sobre sus componentes secretos o sus efectos corrosivos sobre un filete, lo cierto es que nunca he sabido de ningún niño -con la salvedad de los diabéticos- que se haya puesto enfermo por tomar este refresco. Es más, por su alto contenido en azúcar, me lo han aconsejado para antes y después de mis donaciones de sangre.

 Y también es cierto que los eslóganes de la marca Coca-Cola, a lo largo de su historia, que es la nuestra, siempre han tenido que ver con la felicidad: "La chispa de la vida",  "Una Coca-Cola y una sonrisa", o "Sensación de vivir" ilustran lo que los anuncios televisivos ponen en imagen y lo que sus canciones publicitarias han conseguido elevar a la categoría de himno en más de una ocasión. ¿Quién no recuerda aquello de "Al mundo entero quiero dar un mensaje de paz"? En mi memoria, y seguro que en la de la mayoría, la Coca-Cola ha quedado asociada para siempre a momentos felices, irrepetibles, de esos que miras con nostalgia agazapados entre las fotos de un viejo álbum familiar. 

Sin embargo, ayer su eslogan me sacudió como un latigazo. Será por la que está cayendo. Será por ese pesimismo económico que tanto está afectando a la sociedad española en estos momentos. Será porque una está para pocas bromas viendo lo que hay. Pero me pareció casi una burla. Un atrevimiento supino, lo de suponer que por abrir una botella de refresco nuestros problemas, gravísimos, iban a desaparecer. "Destapa la felicidad" me sonó a "Deja de quejarte, abre la botella y ya verás". Antes de tomar una decisión, quise darle una oportunidad y destapé la botella. Y allí se quedó, desnuda de magia. Su tapón con mensaje parecía una absurda muñeca que alguna niña hubiese abandonado. Me serví un poco y lo tomé de golpe. Como un tequila. Y nada. Más allá de un escozor nasal, nada en absoluto. Lo que yo decía. Una prepotencia tremenda, lo de suponer que por abrir una botella, aunque sea de dos litros, algo fuese a cambiar. Llamé al camarero y le pedí explicaciones. "Mira, es que abro la botella y nada, igual de jodida que antes". Lejos de tildarme de loca, el pobre hombre movió la cabeza con pena: "Ya hemos llamado a los de la marca. Pero no se hacen responsables. Dicen que ellos sólo venden el refresco, y que el refresco está perfectamente". "¿No venden felicidad? -insistí yo- ¿Y entonces, el tapón?" Él se encogió de hombros y se alejó. 

Al llegar a casa, mi hija pequeña estaba alteradísima por todo el ajetreo del día, y no conseguía relajarse y coger el sueño. "¿Es que has bebido demasiada Coca-Cola?" le pregunté. Ella me sonrió pícaramente, aceptando una culpa que era insignificante por ser un día especial. "Entonces ya sé lo que te pasa -le dije yo-: tienes tanta felicidad en la panchita que no te deja dormir". Afortunadamente, después de un par de viajes al cuarto de baño, cayó rendida. Algo me llamó la atención, y encendí la pequeña luz de su mesita de noche: dormida, mi hija sonreía. Tengo que llamar al camarero. Después de todo, quizás el tapón no mentía. Es sólo que los efectos no son inmediatos.   


martes, 25 de diciembre de 2012

Esperando a mi hija... (poema del domingo)

A menudo esperaba tu luz
entre besos pacientes
desde la entrada.
Aldabón de mi conciencia,
no existo sin ti;
mis otros años como otra vida
-en mí una extraña, como nunca-
y ni siquiera me alcanzas el vientre.

Mis brazos de abrazos se agolpan de espera.
Recorro las calles buscando tus pasos,
soy sombra, soy grito, soy ojo
que en todo penetra y de pronto
mi gozo:
vomita la esquina una algarabía,
un blanco atropello de risas de niña,
un mundo
que vertebra mi vida y la orienta despacio,
exige mi todo y devuelve secretas
mañanas preñadas de flores silvestres.

lunes, 24 de diciembre de 2012

NOCHEBUENA Y FAMILIA

Si la Nochevieja es la noche en que se concentran mayores desparrames por metro cuadrado, entendiendo por desparrame cualquier tipo de atrevimiento que en las otras noches del año uno jamás se plantearía siquiera, la Nochebuena concentra todos los buenos deseos hacia sus familiares y amigos. Es la noche en la que más se nota la ausencia de los que no están, o bien porque la geografía nos separa o bien porque se han ido para siempre. Es una noche agridulce, en la que a muchos les pesa la soledad, ese invisible enemigo que nos asfixia y nos lleva al borde del llanto. 

 Por eso me da mucha rabia esta tendencia tan moderna a ridiculizarlo todo. No es el primer anuncio de televisión o la primera película que he visto en la que un joven se siente agobiado o avergonzado por el comportamiento de sus familiares, o bien por sus preguntas indiscretas acerca de su vida sentimental, o bien por ese repertorio de chistes sin gracia ninguna que algún tío se empeña en contar para desesperación de todos, o bien por ese sobrinito tan rico que le convierte en blanco de sus trastadas.

Y es que, mal que nos pese, eso es la familia. Nadie dijo que fuera perfecta. Ni que fuera fácil comprenderla o aceptarla. Sin embargo, la  familia es, con todos sus pros y todos sus contras, ese núcleo intimísimo que nos conoce desde que nos pusieron los primeros pañales hasta el día de hoy. Que han compartido con nosotros tantas cosas que no podemos mirar atrás sin hallarlos a nuestro lado. Ese grupo de personas que nos arropa y nos quiere, no importa cuántas veces al año los veamos o cuántas veces olvidemos sus cumpleaños. Hay algo misterioso e impagable en la familia: nos quieren porque sí. Porque somos algo suyo. No tienen en cuenta nada más. No les importa nada más.

Y yo me pregunto: ¿es que nosotros somos siempre fáciles de entender y de aceptar? ¿Somos acaso perfectos? ¿Irresistibles? ¿Mejores que ese puñado de seres humanos que llevan nuestro mismo apellido? ¿Demasiado buenos para que nos relacionen con nuestros parientes menos protocolarios? Como bien dice el dicho, "no se valora lo que se tiene hasta que se ha perdido". No seamos tan torpes. Disfrutemos de verdad, de corazón, de ese puñado de personas que esta noche se sentarán a nuestra mesa para compartir con nosotros un poco de felicidad. Porque, si algo es bien sabido, es que la felicidad no la dan las cosas, sino las personas. ¿Y cuántas personas se ha encontrado usted en este mundo que le quieran porque sí?    

domingo, 23 de diciembre de 2012

Accidente infantil

Marfil en ébano
incrustado,
estrella en negro
cielo estrellado,
candil en la noche,
punta de luz.

Blanco trocito de diente
de leche, de golpe
quebrado,
dolor tan extremo,
angustia tan tierna.

¡Ay, manitas de espasmo!
¡Ay, blanco clavito
clavado
contra la negra
dura
reseca
madera de armario!

¡Ay, astilla de mi palo!
niña mía,
ojos sin diente,
boquita boquete,
suspiras suspiros
de dolor sin tregua,
me hiere el alma
tu dolor sin calma...

sábado, 22 de diciembre de 2012

EL GORDO Y LA GORDA

Corriendo de un lado para otro en esta semana en la que me han coincidido los festivales navideños escolares y extraescolares de cada una de mis tres hijas, ha llegado el día 22 sin sentir, sin ser consciente de que este año no iba a pillarme en mi lugar de trabajo, como siempre, sino en el zafarrancho de limpieza, lavadoras y recados que son mis sábados por la mañana. Y de la misma manera que ayer no me dio tiempo a aterrorizarme ante un posible fin del mundo, que de haberse producido me habría pillado en tareas tan cotidianas como hacer la compra, barrer o llevar a mi hija pequeña a la clase de pintura, hoy de repente he caído en la cuenta de que podría haberme convertido en millonaria y no haberme enterado hasta la hora de comer.

 Miro los boletos de la suerte, que me es esquiva año tras año, y no sé muy bien qué hacer con ellos. No me atrevo a romperlos y tirarlos. Son la materialización de un sueño. Y quién no ha soñado alguna vez con ellos en la mano. En estos tiempos tan difíciles, uno espera que al menos hayan premiado a familias necesitadas, que es la mejor manera de contentarse aunque no le haya tocado a uno. Es aquello de "otros lo necesitan más" y "al menos que haya salud". Y es cierto. Con la que está cayendo, difícil lo habrá tenido el hada de la suerte para elegir afortunados.

Eso sí, espero que no le haya tocado a Fabra otra vez. Sería como para dejar de jugar en masa. A ver si el año que viene es él el único participante, y también le cae el gordo. Mientras, a los demás nos ha caído la gorda: subida de precios generalizada, impuestos que surgen de la nada, recortes en los salarios y supresión de extras para los afortunados que aún conserven su empleo, y un sinfín de circunstancias varias que no sabemos muy bien cómo vamos a poder afrontar y que, en la opinión de unos cuantos entendidos, no hará más que frenar la economía.

Y es que no es tan difícil sumar dos más dos: a menor salario y mayor carestía de la vida, menos dinero para gastar en lo que no es básico. Y así entramos en el 2013, con la soga al cuello. Ya sabemos que lo de enero no será una cuesta, será la escalada del Himalaya. Cuando empiezan a oírse las primeras felicitaciones de la Navidad, vemos ladearse algunas cabezas que, conscientes del absurdo que resulta su deseo, por imposible, arquean la ceja y dicen bajito eso de "Y próspero año nuevo". Porque de próspero tendrá poco. Esperemos si acaso llegar a diciembre con salud, y con lo básico. Y con los que más nos quieren. Al fin y al cabo, el amor siempre ha sido impagable.




viernes, 21 de diciembre de 2012

PROTESTAS Y DANZAS VARIAS

Estoy convencida de que el señor Rajoy es un tío con suerte. Sí, ya sé que se ha hecho cargo de un país en bancarrota y con varios millones de parados, lo cual, si somos sinceros y nos atenemos a cuestiones cronológicas, debemos admitir que es una situación que él no causó. Pero dado que está al frente de este barco que se nos está hundiendo sin que los verdaderos responsables de su vía de agua paguen por haberla causado, y dado que en su lugar todos los españoles estamos sufriendo unos recortes brutales, supresiones más bien, en todos los servicios públicos existentes, no deja de maravillarme que las protestas que se suceden desde todos los ámbitos socioeconómicos y laborales del país sean no sólo pacíficas, sino incluso imaginativas y divertidas. 

 A las manifestaciones a la clásica usanza, de pancarta en ristre y calles de la capital tomadas por miles de pacíficos recortados, están sucediéndoles estos días otras formas más modernas de protesta: por ejemplo, el flash-mob de un pueblo entero que pedía que no cerrasen su centro de urgencias. Vestidos y maquillados como los zombies del mítico video musical de Michael Jackson, Thriller, danzaban incansables en la plaza del pueblo delante de cámaras y curiosos. No sé si Rajoy habrá captado el mensaje de que esos zombies podrían llegar a ser esos mismos ciudadanos si tras un accidente o un ataque al corazón no hay dónde atenderlos. 

Los investigadores y trabajadores de la sanidad pública escenificaron hace poco una partida macabra de ajedrez, donde las piezas negras, las económicas, acababan con las blancas, las de la sanidad, en un tablero gigante en plena calle. Aunque el tema era serio y los participantes se jugaban mucho, principalmente sus empleos, a través de las cámaras el ambiente parecía distendido e incluso festivo.

Y de la misma manera, en la capital del país se han entonado los llamados "villancicos negros" contra los recortes en Justicia, villancicos tradicionales en los que las letras originales han sido sustituidas por mensajes de protesta. 

 Yo me alegro de que seamos tan respetuosos y tan creativos, y de que no nos lancemos a las calles incendiando todo lo que encontremos a nuestro paso, como han hecho otros antes que nosotros. La paz social es algo inestimable en estos tiempos de crisis profunda, y lo contrario podría irse de las manos y derivar en enfrentamientos armados, con derramamiento de sangre. Sin embargo, me planteo dos cuestiones: una, si el modo de protestar influye en el caso que se nos hace, que a día de hoy es nulo, o si el gobernante que nace sordo es indiferente al volumen de los gritos y por tanto igual de inactivo tanto si se bailan jotas como si se queman contenedores de basura o cajeros automáticos; y dos, si es sólo cuestión de tiempo que lleguemos algún día al punto de no retorno, en el que no nos quede humor para más canciones ni para más teatrillos, y saquemos el cadalso a la plaza mayor. Después de los millones de euros, repito, millones de euros, que la banca española va a recibir en ayudas europeas, ayudas que tendremos que devolver entre todos, ya no vale aquello de que se recorta porque no hay dinero. Lo que hay es muy poca vergüenza. Si las cosas siguen así, no sé si habrá fútbol suficiente para calmar a las masas. Y las masas, cuando se enfurecen, no bailan precisamente. 

   

jueves, 20 de diciembre de 2012

ARROZ CHINO (sin delicias)

En la actualidad tengo 43 años. Veo con preocupación que se me están yendo de las manos los mejores años de la vida de todo ser humano, y que de manera imperceptible pero inexorable, me voy adentrando en la edad que hace no tanto creía muy lejana. El tiempo ha pasado tan rápido como un suspiro. Un parpadeo. Ayer tenía 23 años y estudiaba para aprobar la oposición, y hoy mi hija mayor tiene un admirador secreto.

Si hago balance de mis años, sé que no puedo quejarme. Me ha dado tiempo a tener un trabajo que, además de ser todo lo estable que pueden llegar a ser hoy los trabajos, es exactamente lo que siempre quise hacer. Además, aunque no me dí demasiada prisa, me ha dado tiempo a encontrar a un hombre excelente que creyó que yo era lo suficientemente buena como para ser su pareja. He podido tener tres hijas, y en líneas generales y no tan generales, soy una persona feliz. 

A mi lugar de trabajo, un instituto, llegan cada año compañeros y compañeras interinos, generalmente unos diez o quince años menores que yo. Ellos no han tenido tanta suerte. Ya no se convocan oposiciones, y con esto de los recortes, profesores que han estado trabajando de manera continuada durante años, hoy ven su puesto peligrar o incluso desaparecer. Con la inseguridad laboral a cuestas, otras facetas de sus vidas se encuentran también en la cuerda floja. Por ejemplo, la maternidad.

Recuerdo cuando, hace no tanto, me parecía una aberración absoluta el que un país como es China prohibiese que las familias tuviesen más de un hijo. La razón era controlar la demografía, pues es un país superpoblado y con unos recursos finitos. Si su tasa reproductiva se asemejase a la de algunos países del hemisferio sur, sería del todo imposible asegurar la supervivencia de los ciudadanos. Sencillamente, no habría bastante alimento para todos. 

 Las razones eran aplastantes, pero macroeconomías aparte, la historia individual de una pareja es única e irrepetible para ellos. Y si una madre china quisiese tener dos o tres hijos, sería de todo punto inadmisible que el estado, ese ente abstracto sin rostro y sin sentimientos, se inmiscuyese en una decisión tan privada y la obligase a tener solamente uno. Pensar que eso mismo pudiese darse aquí, en nuestro país, era inimaginable, propio sólo de libros de ciencia ficción en los que la raza humana es una especie más a la que controlar y, si fuese necesario, aniquilar sin remordimiento alguno.

Pues bien, eso tan terrible que el gobierno chino impuso a su población y que aquí en España parecía imposible, se nos ha vuelto cotidiano. Hoy en día las parejas jóvenes ven más que remotas sus posibilidades de encontrar un trabajo estable y bien remunerado, y con esa espada de Damocles encima, nadie se atreve a embarcarse en una aventura tan radical como es formar una familia. La prohibición no viene de ningún político, evidentemente, sino de algo mucho más poderoso y difícil de eludir: la realidad. 

Es de esperar que las cosas cambien en algún momento y que nuestra situación mejore, aunque cuándo y hasta dónde es una incógnita que nadie parece ser capaz de resolver. El problema es que las parejas a las que la crisis actual ha frenado están atravesando el único momento biológico en el que les es posible hacer aquello que de manera natural deberían estar haciendo. No se le puede pedir a una mujer de 35 años que espere a ver si dentro de diez o quince años las cosas han vuelto a su cauce. Su posibilidad de ser madre se habrá esfumado. Esa pareja estará condenada para siempre a no tener descendencia. Y eso ya no hay quien lo remedie, no es posible una vuelta atrás en el tiempo.

La macroeconomía y los intereses mundiales nos han jugado una mala pasada. No sólo nos están haciendo vivir tiempos de escasez, sino que nos imponen penas personales que no tenemos más remedio que pagar. Otros se enriquecen con nuestra pobreza. Nosotros no pedimos ser ricos. Sólo que nos dejen vivir. Que podamos tener hijos. Y que no los veamos sufrir miserias propias de otros tiempos. O de otros países, en los que familias enteras sobreviven con un mísero cuenco de arroz al día.        

miércoles, 19 de diciembre de 2012

Gangnam Style

Hoy, penúltimo día de clase antes de las fiestas de Navidad, el instituto no es el mismo de siempre. Los alumnos corren desesperados o alborozados detrás de los profesores que les acaban de decir las calificaciones de sus asignaturas, por las aulas resuenan villancicos en diferentes idiomas, y las cartulinas preparadas para la decoración de los pasillos en las actividades lúdicas de mañana jueves dan una nota de color al aburrido y monótono espacio escolar. 

Hoy, además, algunos alumnos del primer curso han ido de excursión. No es una salida al uso, sino una visita a la residencia de ancianos del pueblo. La organiza la profesora de religión, y como necesitaba un profesor más debido al número de estudiantes asistentes, me ha ofrecido la posibilidad de ir. La verdad es que he aceptado más por amistad con ella que por interés real: yo no doy clase en primero, así que no conocía a los alumnos, y a estas alturas ya no pongo la mano en el fuego por el comportamiento de ninguno de ellos. En fin, que me he dejado convencer sin oponer demasiada resistencia. Para que se hagan una idea, éramos un grupo de 40 niños de 12 años, y dos profesoras. Lo que se dice tentar a la suerte.

Cuando hemos llegado, los ancianos nos estaban esperando con ilusión, con la misma ilusión con la que los alumnos habían empaquetado los detalles que llevaban para regalarles: pastillas de turrón y otros dulces típicos de estas fechas, pulseritas confeccionadas por ellos mismos, pendientes y pañuelos adquiridos en bazares... Enseguida se ha producido una compenetración entre nuestros adolescentes y los ancianos, y en corrillos se mostraban los regalos y se preguntaban y respondían acerca de sus vidas respectivas. 

La residencia nos tenía una sorpresa preparada: habían organizado su karaoke semanal para hacerlo coincidir con el horario de nuestra visita, y para satisfacer los gustos de todos, adolescentes y ancianos han llegado a un pacto: por cada villancico que sonase, cantarían entre todos una canción moderna. Así que en un visto y no visto, nuestros muchachos, micrófono en ristre, se han puesto a entonar las melodías tradicionales mientras los ancianos les hacían palmas y los jaleaban, encantados por la compañía, y entre villancico y villancico se han ido colando las baladas de Pablo Alborán, los himnos más conocidos de Estopa y las canciones desgarradas de Alejandro Sanz.

 De repente, la sala se ha convertido en un auténtico clamor: en la gigantesca pantalla del karaoke, proyectada en la pared, ha aparecido la imagen del bailarín oriental más famoso de los últimos tiempos, y como activados por un resorte mágico, los cuarenta adolescentes han formado dos filas y se han puesto a bailar el Gangnam Style, con su trote del caballito y sus vueltas sobre sí mismos. Los ancianos estaban encantados, y al acabar les han aplaudido a rabiar. Decían: "¡Qué chicos más majos tenéis en vuestro cole!". Yo pensaba que si los vieran bajar las escaleras como una manada de caballos desbocados cuando suena el timbre del recreo, dándose codazos y gritos, no pensarían lo mismo. Pero ciertamente, hoy se han portado mejor que nunca. 

Ya en el autobús de vuelta, iban comentando sus impresiones. Pero no hablaban de Pablo Alborán, ni del Gangnam Style. Hablaban de la soledad de aquellos ancianos, de la ilusión que han visto en ellos y de la reacción de algunos cuando han recibido los detalles, que para los adolescentes eran insignificantes y que sin embargo han conmovido a algún anciano hasta las lágrimas. "Cuando llegue a mi casa, le voy a dar un beso gigante a mi abuelo" -ha dicho uno de ellos. Al llegar al cole, han entrado de nuevo en las aulas como los hunos de Atila. Yo he mirado para otro lado. Supongo que los camellos de los Reyes Magos también se desbocan de vez en cuando, y relinchan a deshora. Hoy estos cuarenta Reyes Magos han hecho felices a un montón de ancianos. Voy a decirle a mi compañera que el año que viene me reclute otra vez. Quién sabe si cuando yo sea una anciana  los hijos de estos cuarenta adolescentes vendrán a regalarme turrón. Por si acaso, voy a portarme bien con ellos. No sea que me traigan un trozo de carbón.






martes, 18 de diciembre de 2012

DESAHUCIOS

Nunca me ha gustado la palabra "desahucio". La pobre no hace más que acumular sentidos negativos, siempre extremos, con independencia del campo semántico al que haga referencia. 

Hasta hace un par de años, sólo la había escuchado relacionada con la salud. O más exactamente, con la irremediable falta de ella. Cuando se decía que a un enfermo lo habían desahuciado, querían decir que hasta los médicos reconocían que ya no había nada que se pudiera hacer para curarlo. Excepto milagro, el siguiente paso era despedirse de él para siempre. "Desahuciado" significaba en realidad casi muerto. Lo único que se podía hacer era aliviar su dolor. Que no sufriese. Y esperar el impredecible momento en el que su corazón dejase de latir.

Pero con la crisis, esta palabra se está haciendo cotidiana. Y no en el contexto médico, sino en el económico. Algo parecido a lo que ocurre con la archiconocida "prima de riesgo", sólo que más brutal. Desahucio significa que, debido al impago de la hipoteca, el banco toma posesión de la vivienda que alguien ocupa, y por tanto, ese alguien debe abandonarla. Para ese alguien, el desahucio es la hecatombe de su vida: el impago no se ha producido por no querer pagar, sino por no poder hacerlo, seguramente tras la pérdida del empleo, y probablemente tras haber agotado el período de prestaciones estatales que cubren a duras penas las necesidades más básicas. 

Me imagino todo lo que acompañó al inquilino en los meses anteriores: privarse de todo lo imaginable, recurrir a familiares y amigos, probablemente golpeados también por la crisis, intentar llegar a una solución con la entidad bancaria... El tiempo corre que vuela, y siempre en contra. Finalmente llega la carta que comunica la inminente obligación de desalojo, los avisos, y las fuerzas del orden. Como si uno fuese un peligrosísimo criminal con el que tuviesen que extremarse las precauciones. 

Y lo peor es que con la entrega de la vivienda no se cancela la deuda, pues debido al desajuste del mercado, lo que se compró por un precio hace unos años, hoy vale la mitad. Así pues, la persona desahuciada se ve despojada de su hogar, con una deuda que la atenazará de por vida, sin recursos económicos, y sin esperanza de que algo vaya a cambiar. 

Supongo que la lucha sólo tiene sentido si hay posibilidad de victoria. Cuando se niega toda esperanza, la resistencia se vuelve inútil. El desahuciado no sólo abandona sus cuatro humildísimas paredes. Abandona lo que fue su vida. Su condición de ciudadano. Su dignidad. Ahora se ve reducido a la nada, a la inexistencia social, a ser una mera carga para sus familiares o a no tener más lugar que la calle. Al igual que el enfermo terminal, el desahuciado económico está casi muerto. Lo veremos durmiendo junto al cajero automático de nuestro banco, que también fue el suyo, suciamente vestido pidiendo limosna en la puerta de alguna iglesia, o arrodillado en alguna esquina de nuestra inmisericorde ciudad. Al menos al enfemo terminal le evitan el dolor. Por humanidad. Al desahuciado económico se le deja solo, a merced de las inclemencias del tiempo, del hambre y de la crueldad de la calle. No es fácil reingresar en la sociedad una vez que se ha vivido en el infierno. Salvo milagro, sólo cabe esperar a que su corazón, agotado, decida latir por última vez. No es de extrañar que cada vez más personas opten por la salida más rápida. Que no la más sencilla.     


lunes, 17 de diciembre de 2012

OPIO PURO

Siempre me ha gustado la famosa frase del filósofo alemán Karl Marx: "La religión es el opio del pueblo". No soy una entendida en filosofía, y seguro que hay sentidos profundos en esta afirmación que yo desconozco, pero desde mi punto de vista de profana en la materia me parece que describe con mucho acierto el efecto que la religión ejerce sobre los creyentes convencidos.

Es algo parecido a lo que sucede con los niños pequeños. Cuando uno de ellos se cae jugando en el parque, acude corriendo a su mamá para que le consuele. Hay poco que ella pueda hacer objetivamente, más allá de acurrucarlo contra su regazo y susurrarle cariñitos al oído. Sorprendentemente, el efecto es inmediato. El niño parece no padecer ya ningún dolor, y tras unos instantes vuelve a su juego como si nada hubiese pasado. Ni todos los médicos del mundo podrían superar curación tan milagrosa. Ni todas las madres del mundo, excepto la suya.

¿Qué es lo que ha sucedido? Pues que el niño ha encontrado consuelo en ese ser superior que él cree que le protege de todo mal. A los ojos del mundo la situación no ha cambiado: el niño sigue luciendo un hermosísimo cardenal en la rodilla, la madre no lo ha hecho desaparecer, no lo ha curado; pero a los ojos del niño, ya se ha restablecido esa sensación de seguridad que había perdido con la caída, ya vuelve a sentirse fuerte y capaz. Ya no le preocupa el golpe. Ni siquiera es consciente de que le sigue doliendo. 

¿Y cómo sabe el niño que debe acudir a su madre para encontrar ese consuelo? ¿Quién se lo ha dicho? ¿Quién lo ha aleccionado así? Pues lo sabe por instinto. Algo en su interior lo empuja imperiosamente hacia su madre. Y ella, con su sola presencia, ejerce sobre él un efecto sedante asombroso, inexplicable quizás, pero innegable y evidente.

Pues algo parecido ocurre con los creyentes, sólo que en vez de acudir a su madre terrenal, acuden a la religión. El efecto es parecido. El dolor no desaparece, pero se acepta con resignación, pacíficamente. Lo he visto en muchas ocasiones. En enfermos terminales. En familias que han perdido a un ser querido. Y siempre me ha resultado impactante. Esa aceptación sencilla y humilde del dolor. Sea el que sea. Venga de donde venga. Sin preguntarse el porqué. Sin rebelarse contra él. Sin desesperarse ante lo irremediable.

Este fin de semana me ha vuelto a dejar sin palabras. El padre de una de las niñas asesinadas en un pueblo de Estados Unidos hablaba para la prensa. Con la voz entrecortada por el llanto, recordaba a su hijita, de muy corta edad. El periodista le preguntó cómo iba a sobreponerse a esta tragedia. El padre lo miró algo sorprendido, como si pensase que no había otra manera posible: le respondió que iba a refugiarse en su religión y en su familia. Apenas veinticuatro horas después de haber sufrido probablemente la peor noticia que un padre pueda recibir, no sólo haber perdido a su hija sino haberlo hecho a manos de un loco asesino, este padre aceptaba la tragedia amparándose en su religión. No puedo por menos que alegrarme por él. Al menos eso le ayudará a amortiguar el dolor, a encontrar la manera de seguir viviendo. 

Intenten decirle que no tiene razón. Que su fe es sólo un consuelo ficticio porque en realidad Dios no existe. ¿O es que alguien lo ha visto? Háblenle del opio. Del adormecimiento de las masas. Háblenle de la financiación de la Iglesia, y de las muchas riquezas que atesora. Luego intenten explicarle al niño que lo que hace es absurdo. Que su madre no lo puede proteger de todo. Que no hay motivo racional para que sienta semejante alivio cuando ella lo acurruca. Que cualquier mujer podría hacer lo mismo. Hablen todo lo que quieran. Las palabras son sólo eso: palabras. Frente a ellas, la realidad individual. La verdad de cada uno. Sólida como una losa. Incuestionable. 



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domingo, 16 de diciembre de 2012

HALLAZGO (poema)



Habito un corazón deshabitado

En la calle lo encontré

Roto

Sin nombre

Me latió sólo con verme

Lo enfrenté a cien mil espejos

Era mi yo

Desangelado

No lo pude revender

Era

Mi alma

Desalmada. 

sábado, 15 de diciembre de 2012

ANIMAR EL COMERCIO

Hoy es sábado. Sábado y diciembre. Y luce un sol tímido e invernal que ilumina mi comedor sin la voracidad excesiva de los rayos de agosto. Como un invitado que ha llegado por casualidad, filtra su cálida luz silenciosa por entre los visillos de las habitaciones. No sabe que es bienvenido de corazón. No sabe que es recibido con alborozo por mi familia al completo. No sabe que él es la diferencia entre un sombrío fin de semana y unos días de alegría compartida. Tal es mi contento que salgo al balcón a decirle hola, en esa intimidad que da el que nadie te vea cómo, disimuladamente, asomas tu cara por encima de la fría barandilla metálica, respiras profundamente y sonríes, porque sabes que está al llegar tu época preferida del año. El invierno. 

Pero entonces un alboroto de música desvirtuada por altavoces callejeros llama mi atención. Saco todo mi pescuezo por la barandilla y veo que, en la calle aledaña, han puesto un castillo hinchable. Cinco minutos más tarde ya estoy abajo, con mis tres hijas cogidas de mis dos manos, en pelea continua por ver quién está más cerca de mamá. En dos minutos, las tengo repartidas por toda la calle: una salta en el castillo rosa lleno de figuras de princesas, descalza y con la cara como un tomate por el esfuerzo matutino; la segunda está siendo maquillada como la reina de las hadas mariposas; la tercera está bailando canciones infantiles en medio de la calle, siguiendo los movimientos de un duende de orejas puntiagudas y de una maga que ensordece a todos los padres con sus decibelios abusivos. Decorando la calle, un gran cartel: "Comercio de Torrevieja. Anímate".

Y es que, efectivamente, el comercio de mi pueblo y el de todos los pueblos de España está sufriendo el azote inclemente de la crisis en la que estamos sumidos los ciudadanos. Y desde ese punto se entiende que los ayuntamientos se esfuercen por estimular las que tradicionalmente han sido las compras más importantes de todo el año, pues es sabido que la época de Navidad representa en muchos sectores más del 70% de la producción anual.

Sin embargo, no puedo evitar pensar que esto es como ponerle una tirita en el dedo a alguien que acaba de sufrir un ataque al corazón. El problema no es que la gente, en su inconsciencia festiva, no se haya animado a comprar todavía, sino que no hay dinero. Así de sencillo. La pérdida de empleos, que afecta a muchísimas familias que hasta hace poco conformaban eso tan estabilizador en cualquier sociedad que se denomina "la clase media", junto a la subida de los precios de absolutamente todo, lo esencial y lo no tan esencial, la reducción de salarios, y la supresión de las pagas extras de Navidad o de los pluses de productividad, han hecho que la sociedad en su conjunto no se pueda permitir gastos que hasta ahora venían implícitos en la celebración de estas fiestas.

Echo un vistazo a las pequeñas tiendas que rodean la calle principal, donde han instalado las atracciones. La zapatería. La floristería. La tienda de fotografía. La platería. La joyería. La tienda de chuches. Las tiendas de ropa, infantil y de señora. Todas están vacías. Los comerciantes están de pie en las puertas, observando a los niños disfrutar. Hablan con los vecinos, mueven las cabezas intentando conservar la esperanza. Sonríen y se encogen de hombros. Saben que sus pocas ventas no se deben a que sus clientes ya no aprecien sus productos o a que se hayan vuelto contra ellos. Saben que sus tiendas vacías no lo están porque los vecinos no entendamos su situación. Saben que algunas de las personas que antes fueron clientes suyos ahora aguardan su turno en el comedor social. Conocen a padres y madres que perdieron sus empleos, y que les dicen eso de "Tú, por lo menos, aún tienes la tienda". Ellos saben que es cuestión de tiempo. Muchos han echado el cierre ya. Acumulan deudas que tendrán que seguir pagando, no saben cómo. El cartel de la calle parece ir también dirigido a ellos: "Anímate". Pretende ser un abrazo del ayuntamiento. Un respaldo en estos tiempos difíciles. Supongo que pensarán que menos da una piedra. Pero no es, ni con mucho, la solución que necesitan. 

Los niños siguen saltando y bailando, ajenos al drama social que les rodea. A mí, más que animarme, me están entrando ganas de llorar. Dicen que la situación no va a mejorar hasta no sé cuándo. No creo que los pequeños comerciantes puedan aguantar. Y tampoco parece que vayan a crearse muchos empleos en otros sectores.  El año que empieza se prevé durísimo. Tendremos que intentar sobrevivir. Tendremos, incluso, que aprender a ser felices. Aunque no tengamos nada. Tendremos que encontrar otro modo de vivir más allá del consumismo, de ese capitalismo traidor que nos ha llevado a una pobreza que ya vivieron nuestros abuelos. Se lo debemos a nuestros hijos. A los mismos que ahora, con sus caras pintadas y sudorosas, se abalanzan sobre mí y, en un abrazo de equilibrio imposible, decoran de verdadera ilusión navideña  mi tristísima chaqueta gris.  




 

viernes, 14 de diciembre de 2012

PÁGINA EN BLANCO

Muchos escritores famosos han hablado en ocasiones sobre el pánico que han sentido ante una hoja de papel en blanco, ese territorio aún sin delimitar en el que pueden volcar cualquier reflexión, cualquier composición, cualquier idea, y precisamente por estar tan virgen y tan inexplorado, les paraliza y no encuentran el modo de descender a la concreción que necesitan.

Yo no soy una gran escritora sino una simple aficionada novel, pero también me angustiaba pensar que quizás algún día no necesariamente lejano podría encontrarme falta de ideas sobre las que reflexionar. No todos los días está una igual de despierta, ni se topa siempre con las situaciones que necesita para avivar su desparpajo festivo. 

Sin embargo, debo admitir que hasta ahora no me ha ido tan mal. He conseguido enlazar más de treinta días seguidos de temas sobre los que argumentar. No es que sea nada digno de remarcar en los escritores profesionales, pero sí es un logro personal que me satisface. He aprovechado minutos perdidos en los que antes simplemente bostezaba, he contrastado opiniones e ideas con personas con las que antes simplemente cruzaba algún saludo circunstancial, he reflexionado sobre temas sobre los que antes ni siquiera me pronunciaba, y en general me he encontrado con una respuesta agradecida por parte de mis lectores, en su mayoría compañeras y amigas que desconocían mi afición por la escritura. Así que no encuentro ninguna desventaja en esto de escribir diariamente en mi blog. 

Algunos artículos versan sobre mi profesión, la docencia, pues lógicamente ocupa gran parte de mi tiempo y de mis pensamientos; en otros hablo de mi vida privada, mis ratitos de ocio o mis guiños a mis hijas; a veces no puedo resistir la tentación y hablo de algún tema de actualidad; pero he descubierto para mi sorpresa que, a pesar de no gustarme nada la política ni ser de una tendencia concreta que pueda defender de corazón, es en ese campo donde encuentro mayor fuente de inspiración.

Sin embargo, a diferencia de los filósofos griegos, que paseaban con sus alumnos mientras iban disertando sobre conceptos profundos como la democracia o el poder, yo no hallo en nuestros políticos demasiada materia de seria reflexión, sino más bien chanzas y chascarrillos, frecuentemente traídos a colación a cuenta de la religión, que dan triste idea de su talla como políticos, como intelectuales y, en general, como personas.

Esto, unido a la frecuentemente desastrosa actualidad económica y social, me hace preguntarme dónde están, si es que los hay, los hombres ilustrados de este país, si es que están cómodamente  parapetados tras los gruesos muros de nuestras universidades, si se han dispersado por otros países donde se les aprecie según su valía y no según otros parámetros más interesados, o si es que simplemente se han extinguido.

Y la verdad, se les echa de menos, porque en un panorama tan funesto como el actual, y no ya en materia económica sino en cuanto a aquello que se dio en llamar "humanismo", que consistía en saber de todo y aplicarlo con inteligencia para mejorar la sociedad, andamos bastante huérfanos, faltos de referentes y de voces que con contundencia nos amplíen el horizonte un poco más allá de nuestras propias narices.

 Echo de menos a verdaderos filósofos e ideólogos de los tiempos actuales, que no son precisamente las estrellas mediáticas con las que nos desayunamos, comemos y cenamos; echo de menos a economistas que no busquen ganar o hacer ganar dinero, sino que hablen de la ética imposible de la riqueza, y de los intereses de una minoría y la resultante esclavitud de países enteros; echo de menos a representantes de todas las religiones, de cualquiera, que pongan sobre la mesa la verdadera dimensión del hecho religioso como respuesta al desasosiego ancestral del hombre, más allá de financiaciones e intereses políticos; echo en falta a gente preparada que se atreva a hablar con claridad, con todo el tiempo audiovisual que necesiten para expresarse; echo en falta a gente con dignidad, con honestidad, que demuestre que el fango de los intereses y la avaricia que parece ensuciarlo todo hoy es sólo la corrupción de unos cuantos, y no la norma de la que es imposible escapar. Echo de menos a gente limpia, que llegue alto para beneficio de todos. Echo en falta una razón, aunque sea pequeña, para poder seguir creyendo en la sociedad como lugar posible para el individuo.

Ya lo dijeron los filósofos de antaño: el poder corrompe. Es una lástima. A mí me rodean personas como yo, sin grandes poderes ni grandes sabidurías, gentes preocupadas por sus hijos y por sus padres, gentes humildes que cada día dan lo mejor de si mismas para que su pequeño mundo pueda rodar de la manera más suave posible. En mi microcosmos del día a día hay personas de gran valía humana. Me descubro ante ellas. Y me duele que sus vidas, como la mía, sean sólo una simple hoja reseca que el viento otoñal de la crisis arrancó de su árbol; ahora, tiradas en la acera a merced de los fríos del invierno, miramos a nuestro alrededor en busca de ayuda. Pero no hay nadie. Quizás es demasiado tarde. O quizás, quizás, empecemos ahora a despertar, lentamente, de nuestro larguísimo letargo.   

  


jueves, 13 de diciembre de 2012

¿PERO OTRA VEZ USTED?

Tengo una relación muy buena con mi madre. Nos vemos con mucha frecuencia, y aunque no tengamos nada especial que contarnos, nos llamamos a diario simplemente para oírnos. Hay muchas cosas que las palabras no dicen pero la voz transmite. Como el cariño, por ejemplo. Ninguna de las dos somos melosas ni zalameras, y jamás nos saldría con naturalidad un "te quiero". Pero sólo con escucharnos ya nos damos por abrazadas. 

Hay otra persona que también me llama a diario. Pero esta me incomoda más. No entiendo por qué sigue insistiendo. Ya le he dicho por activa y por pasiva que no quiero volver a descolgar el teléfono y escuchar eso de "Hola, buenas tardes, quisiera hablar con la señora María Pilar Ferrero". Ha pasado de ser un fastidio a generar en mí una sensación de impotencia e indefensión que me sobrepasa. Y es que parecen no entender que aunque me llamen mil veces, que seguro que lo harán, no voy a cambiarme a Jazztel. Precisamente por eso: por cansinos.

He intentado hablar con ellos seriamente para rogarles encarecidamente que no marquen más mi número de teléfono. Les he preguntado si hay alguna manera de, por escrito, dirigirse a la compañía solicitando que no vuelvan a llamar. Les he pedido direcciones de referencia, teléfonos de contacto, identificación del responsable de marketing. ¿Su respuesta? Siempre la misma: "Sí, señora María Pilar, pero déjeme que le informe de que tenemos una oferta que...".

A tal extremo ha llegado mi desasosiego que, de igual manera que ellos no me escuchan a mí, yo he decidido no escucharles a ellos. No conversar. Simplemente vomito mi mensaje como hacen ellos. Les aplico su mismísima técnica de venta. Les doy a probar su propia medicina. El primer día les leí el prospecto de mi jarabe para la tos. El segundo, un artículo de mi blog. El tercer día les leí una noticia de prensa: con los recortes de don Mariano, los ancianos no tienen la asistencia domiciliaria que tenían hasta ahora. Quizás los de Jazztel podrían hacer ese servicio a la sociedad española. Total, van a llamar de todas formas. Pues si el posible cliente no responde durante varios días, pongamos tres, que avisen a los servicios de emergencia. No debió de parecerles buena idea. Cuando terminé mi propuesta habían colgado. Qué poca colaboración, oigan.

Hace un par de días, a las siete y media exactamente, yo me hallaba en otros menesteres y no pude atender la llamada. Lo hizo mi hija mediana, que estaba terminando de escribir su carta a los Reyes Magos. La oí desde el pasillo recitarla con ilusión. Como si estuviese delante del propio Baltasar. Cuando colgó, le pregunté: "¿Con quién hablabas? ¿Con la yaya?" Ella me miró y se sonrió. "¡No, mamá! ¡Eran los Reyes Magos! ¡Me han dicho que ya han llegado a Jazztel! Me querían regalar un teléfono... Oye, mamá, ¿y aquí cuándo van a llegar? ".

miércoles, 12 de diciembre de 2012

FELIZ NAVIDAD (con perdón)

Felicitar a alguien significa compartir su felicidad. Así de sencillo. Cuando a uno le roza la varita mágica de la buena suerte y, por ejemplo, celebra que 40 años después de haber nacido sigue vivo, o está contento porque se le casa una hija, o acaba de aprobar el examen de conducir, la gente que le quiere se alegra con él y por él, comparte su triunfo y lo vive como propio. Y le dicen: "Felicidades". Es algo entrañable. Es una demostración de cariño de los que forman el círculo más cercano de uno. Suele ir acompañada de besos, abrazos, palmaditas en el hombro o incluso tirones de oreja. Y nunca he sabido de nadie que se haya ofendido por esto. Aunque haya acabado con las orejas como Dumbo.

Otras veces las felicitaciones son más formales, y vienen de instituciones que tienen una relación laboral con uno. Como cuando el banco te felicita el cumpleaños. El mío lo hace. Y en el mismo sobre mete el recibo de la hipoteca. Para ahorrar papel. Tiendas de toda España cuelgan carteles de "Feliz Navidad" y "Felicidades" en sus escaparates. No somos tontos. Ya sabemos que nos desean lo mejor en tanto que seamos clientes suyos y en ellos revierta nuestra buena fortuna. Pero, mercantilismos e intereses aparte, es un signo de concordia, de bondad, de calidez humana. Como estrechar la mano de la persona que te acaban de presentar. Es señal de buena voluntad.

Sin embargo, últimamente se diría que estamos perdiendo el norte. Y el sur. Y todos los puntos cardinales. Resulta que el Presidente del Congreso, D. Jesús Posadas, ha felicitado la Navidad en la red social Twitter. Con un mensaje sencillo. En todos las lenguas oficiales de España. Lo cual dice mucho de su intención de concordia. Y lo ha acompañado con una foto. De una obra de arte. Un Nacimiento. Cielo santo y madre del amor hermoso. La que se ha liado.

Y es que en cuanto aparece un atisbo de religión católica en el horizonte de nuestra realidad social o política, hay quien se rasga las vestiduras de la tolerancia con gran escándalo y estrépito demagógico. ¿Pues no hay quien se ha ofendido porque la imagen elegida por el señor Posadas (llamémosle así para evitar mencionar su cristiano nombre) es un Nacimiento? ¿Será que estos señores no saben que Navidad significa Natividad, o sea, Nacimiento? ¿Y que, religión aparte, hay aquí un hecho cultural y tradicional innegable que de ninguna manera puede resultar ofensivo a mentes mínimamente despiertas y de corazón noble?

¿Quieren decirme ustedes que no nos importa aferrarnos a tradiciones extrañas, como abetos nunca vistos en tierras españolas o celebraciones que ni siquiera sabemos escribir bien, como Jalogüin, y que sin embargo vamos a darnos por ofendidos cuando alguien nos felicite la Navidad? ¿Aunque venga de una institución laica? ¿Será que no se sabe realmente lo que significa ser laico? ¿Verdad que no es lo mismo no ser mujer, o sea, ser hombre, que odiar y asesinar a las mujeres? ¿Verdad que no es lo mismo sentirse urbano hasta la médula que quemar bosques? ¿Verdad que hay una diferencia entre no saber tocar la guitarra y estampar una contra la pared? Pues, señores, ser laico significa no ser religioso, pero de ahí a odiar y malinterpretar maliciosamente todo lo que, mezclado con la cultura y la tradición, huela a religión, hay un abismo. ¿O qué será lo próximo? ¿Quemar conventos? ¿Convertir las catedrales en cervecerías? ¿Vender a otros países las pinturas religiosas del Museo del Prado?

Sólo deseo dos cosas: una, que mis alumnos musulmanes y chinos me deseen, como siempre, "Feliz Navidad"; de sobra sé que ellos no son católicos, ni falta que les hace, porque conocen, entienden y respetan el hecho religioso como no han sido capaces de hacerlo los políticos de mi tolerante y democrático país. Y lo segundo, que a los Reyes Magos no se les averíe el GPS y cometan el gravísimo error de entrar a dejar juguetes a los hijos de los políticos ofendidos. Capaces son de apedrearlos.



martes, 11 de diciembre de 2012

ESCRIBIR BIEN

Desde siempre me ha gustado escribir. Y, modestia aparte, creo honestamente que no lo hago mal. Por eso tengo un blog, para poder ir reuniendo artículos que son en realidad reflexiones sobre temas diversos, con las ideas ordenadas y redactadas siguiendo el doble objetivo de claridad y sencillez. 

No tengo una legión de seguidores, debo reconocerlo, pero tampoco son pocos: me lee gente que me conoce y gente que no, gente que me hace comentarios y gente que no, gente que piensa como yo y gente que no.  Y es que, lo admito, es bastante difícil pensar como yo en todo, pues siendo como soy una persona llena de dudas y contradicciones, no obedezco al pensamiento en bloque de derechas o de izquierdas, y suelo plantearme casi todo aquello que viene a mí en forma de hecho cotidiano o de noticia de prensa. No me paro ante nada. Por principio. Venga de quien venga. Mis únicos requisitos son la honestidad para conmigo misma y la investigación. 

Desde antes de empezar a teclear soy consciente de que no todos los artículos son iguales. Algunos son tan ajenos que no provocarán en el lector reacción alguna, si acaso algún ligero movimiento de cabeza, indistintamente a favor o en contra. Como estas personas que en plena conversación se hallan en la quinta nube, y de tanto en tanto lanzan un mugido a su interlocutor para que crea que siguen escuchando. 

Sin embargo, otros dan exactamente en la llaga. Sin serlo, podrían parecer un ataque personal directo. Y digo sin serlo porque no es la confrontación lo que busco, sino la mera reflexión, libre e individual, Así, es frecuente que algún conocido que con anterioridad me había expresado su agrado por algún artículo, venga a recriminarme, con la mejor de las intenciones, lo que he escrito más recientemente: "Pero, Pilar, ¿cómo se te ocurre decir que...?"

Pues se me ocurre porque sí. Porque hay días en que una se levanta con el pie derecho, y así se siente durante todo el día: de derechas. Y comprende perfectamente los quebraderos de cabeza de su amigo el mecánico, que tiene sobre sus espaldas a siete familias y cada vez tiene menos clientes. Es lo que en la calle se conoce como "un empresario", de los que en los buenos tiempos "ganó lo que quiso". Ahora tiene que tomar decisiones tremendas: quién se va y quién se queda. No hay para todos. Y ya veremos hasta cuándo se puede resistir. 

Pero entonces en la prensa aparece la plana mayor del principal partido de derechas de la Comunidad Valenciana, felicitando a una política que dijo algo así como "que se jodan" los parados. Y claro, imposible justificar lo injustificable. 

Así que al día siguiente me esfuerzo por bajar de la cama con el pie izquierdo, y empiezo el día oliendo las rosas rojas del vecino. Pero entonces veo publicada en prensa la cantidad de dinero destinada por los distintos gobiernos a los sindicatos, y siento un ligero mareo. No sé leer las cifras. Demasiados ceros. Desde la columna de al lado, la exministra Aido me saluda sonriente, rodeada de las "miembras" de su nuevo gabinete en la ONU. Ella también tiene muchos ceros debajo de su foto: los de su actual salario. 

Y no es que una pida la perfección, no se crean. Pero al menos un poco de honradez, ¿no les parece?. De honestidad hacia los ciudadanos, que somos los que les hemos elegido. Y en los propios ciudadanos, un poco de objetividad. Porque si bien uno puede ser de derechas o de izquierdas con todo su convencimiento, y estar de acuerdo con la filosofía vital que vertebra cada ideología, eso no debería impedirnos criticar lo criticable, reprobar lo reprobable, y alzar la voz contra errores y desmanes. Que los ha habido, los hay y los habrá. En ambos partidos. 

Las ideas demuestran ser mejores que las personas que las llevan a la práctica, pues es aquí donde se envilecen por los intereses creados y por las triquiñuelas y ambiciones en las que se acaba cayendo. Y es que las ideas no deberían ser barreras, sino generadoras de debate para encontrar el mejor camino. Al fin y al cabo, todos perseguimos lo mismo: una sociedad que funcione. Los pilares que no deben socavarse jamás son el respeto y la libertad. Libertad para discrepar, se entiende. Y para escribir en cada momento lo que a una mejor le parezca. Porque escribir bien es una cosa, y decir lo que el otro quiere oír, otra muy distinta. Para algunos, los mejores, es fácil ver la diferencia. Para otros, en cambio, es sencillamente una incoherencia. Juzguen ustedes. Piensen y opinen. Con libertad. De eso se trata.

      

lunes, 10 de diciembre de 2012

TECNOLOGÍA Y PEDAGOGÍA

Hace poco que las nuevas tecnologías han llegado a las aulas educativas de la escuela pública, y no me refiero a los tres ordenadores de la sala de profesores, de 90 profesores, ni a las salas de informática para los alumnos, que esas sí que llevan más tiempo equipadas. Me refiero a la posibilidad real y diaria de que los grupos de casi cuarenta niños tengan instalados en sus aulas  proyectores con altavoces para que puedan ser utilizados durante las clases con comodidad.

Les voy a contar mi caso. Durante muchísimos años, las editoriales nos han equipado con todo el material que necesitábamos para trabajar la materia de inglés, que es la que yo imparto: diccionarios bilingües y monolingües, libros de gramática, manuales de ejercicios, métodos para alumnos sin conocimientos previos... Siempre me pareció mal, pues era consciente de que las empresas privadas estaban supliendo las carencias que ya por entonces tenía la Consellería para con sus centros. Pero era práctica común. Al fin y al cabo, se aceptaba que como las editoriales obtenían tan suculentos beneficios con la venta de libros a tantísimos alumnos, la reinversión en materiales de refuerzo representaba un porcentaje insignificante. A cambio, las editoriales sacaban libros nuevos continuamente y cada cuatro años nos animaban a cambiar los que habíamos estado utilizando, por aquello tan dudoso de "la actualización de los métodos". Yo siempre he pensado que las matemáticas siempre han sido las mismas, el inglés otro tanto, así como la lengua y prácticamente cualquier otra asignatura, pero te daban en la boca con el socorridísimo "enfoque pedagógico".
Pero fue pasando el tiempo, y además de los libros complementarios de siempre y los radiocassettes específicos de mi asignatura, las editoriales comenzaron a ofrecer otro tipo de aparatos tecnológicos que, supuestamente, iban a revolucionar la enseñanza del idioma, a saber: pizarras digitales, ordenadores, notepads... Y hasta tal punto llegó la revolución tecnológica que parecía que si uno no dominaba estos medios tan modernos, no iba a poder enseñar bien su asignatura. Los libros de los alumnos también se encarecieron considerablemente, pues ofrecían cd-roms con material extra, pistas de audio y video, claves para acceder a páginas on-line, auriculares con programas específicos para trabajar la fonética desde casa...

La mayoría de profesores fijos de un centro, y por lo tanto con una cierta edad, como es mi caso, nos hemos formado a espaldas de la tecnología. Yo terminé la carrera sin haber utilizado jamás un ordenador. Así que todos estos nuevos materiales me resultan abismalmente difíciles de llevar a la práctica, y siempre me siento insegura usándolos. Además, chocamos de frente con la realidad en las aulas: cómo meter a 40 alumnos en aulas de informática, donde hay 20 ordenadores y 20 sillas (la informática es una asignatura optativa con número máximo de alumnos), y conseguir que los estudiantes trabajen y la hora sea productiva. Perdónenme: yo soy incapaz. 

Bien, ¿y qué ha pasado recientemente? Pues que, como ya sabrán, ha llegado una tremenda crisis. Y se ha dejado notar muy agudamente en nuestras aulas. Muchas familias no pueden comprar los libros. No pueden, así de sencillo. Así que es práctica común revender los ya usados o cambiarlos por los del curso siguiente. Un porcentaje cada vez mayor de alumnos no pasan por la librería al principio de curso. Nosotros no podemos cambiar los libros de texto por otros más modernos, pues eso provocaría que un número importante de alumnos no pudiesen conseguir el suyo. Y esto ha cercenado las ganancias de las editoriales. Tanto, tanto, que ya han empezado a despedir a representantes de zona. Y a los que quedan les han prohibido ofrecer lo que antes ofrecían: ahora ya no hay ventas, y por lo tanto, no hay reinversión.

¿Qué tenemos ahora? Radiocassettes estropeados por el uso, ordenadores que no pueden proyectar el material porque no hay proyectores en las aulas, falta de altavoces potentes que se puedan conectar al ordenador y llegar a las últimas filas de las abarrotadas aulas... Pero ahora las editoriales ya no nos reemplazan los radiocassettes, ni Consellería tiene presupuesto para comprar nuevos; y lo mismo pasa con los proyectores y los altavoces. Yo hablo con los representantes de las editoriales, les recuerdo aquello del objetivo pedagógico y de la revolución tecnológica, que fue condición "sine qua non" para una enseñanza de calidad. Ellos se encogen de hombros. Ya no hay margen. No es culpa suya. Qué más quisieran ellos.

Por fortuna, nunca me deshice de mi ticero verde y granate. Ni de mis ganas de enseñar. A veces me siento como una de esas maestras de escuela tercermundista, que no disponen de ningún recurso más que su voluntad y su tenacidad. A veces me siento como el gerente del aeropuerto de Castellón, con el departamento lleno de aparatos estropeados que no podemos utilizar. Con cuarenta alumnos por clase, estoy pensando en mi próxima inversión en material pedagógico: un pito. Para micrófono no hay presupuesto, y el látigo me lo tiene terminantemente prohibido el señor director.

domingo, 9 de diciembre de 2012

EL HOMBRE (poema)


El hombre quiere comprender y no comprende,
Y se inventa un dios
Que lo castiga.
El hombre sufre las iras del tiempo,
Llora como niño,
Muere como viejo,
Y no acepta el sol huidizo.
Busca sentido a su historia,
Pequeña
Y absurda.

No quiere ser parte
De nada,
Quiere ser él,
Absoluto,
Supremo.

Odia sangrar a deshoras.
Levanta la voz
Cual zarpazo,
Y no le asisten ni ayeres ni siempres.
Y reza en abandono permanente
Por si el dios que se inventó
Le escucha.

sábado, 8 de diciembre de 2012

TU ESTILO A JUICIO

No soy muy aficionada a ver la tele. Muchas veces me arrepiento de haber estado sentada durante un buen rato para acabar de ver un programa que termina resultándome decepcionante. Cuando es una película, los personajes no suelen estar bien perfilados y obran con incoherencia, o bien el argumento se enreda hasta el absurdo; si son debates, los contertulios hablan a la vez y es imposible entenderlos, o bien sus posturas son una defensa cerril porque sí, sin un razonamiento cabal ni una escucha real de los argumentos del contrario... Al final termino fiel sólo al telediario, e incluso ahí me rebela el excesivo tiempo dedicado al deporte rey, y últimamente hasta a los estrenos en la cartelera. ¿Será que no tienen noticias más importantes que ofrecer?

Pero recientemente me he aficionado a un programa que dan en una de estas cadenas nuevas con nombres extraños: Divinity. El programa se llama "Tu estilo a juicio", y es básicamente la transformación de una persona cuya apariencia externa, completamente abandonada, ha influido en su pésimo desarrollo social y laboral.

A mi hija mayor, de 11 años, también le gusta mucho, y frecuentemente nos sentamos juntas en el sofá, arrebujadas bajo la manta, y comentamos lo que va sucediendo. Al enterarse, mis amigas han puesto el grito en el cielo: ¿Cómo se me ocurre ver semejante bazofia con una niña? No sólo es un programa superficial, sino que la moraleja que se obtiene de él es que la apariencia lo es todo en la vida. Todo. Y que  si uno quiere triunfar, debe ceñirse estrictamente a los cánones sociales.


Pero yo no estoy de acuerdo. Para nada. Ni mi hija tampoco. Es cierto que el primer programa que vimos nos dejó muy sorprendidas, porque el vagabundo sucio de aspecto lamentable de los tres primeros minutos del programa acabó convirtiéndose en un señor de mediana edad de bastante buen ver. Previamente le rehicieron la dentadura, le limpiaron el cutis con un ácido modernísimo, lo llevaron a la peluquería, y le renovaron el vestuario por completo. Cierto. Pero en el segundo programa ya habíamos sacado nuestras conclusiones: las personas seleccionadas para este programa tenían una característica común, y no era su pésimo gusto en el vestir: todas tenían una tremenda falta de autoestima. Todas habían sufrido a lo largo de su vida unas circunstancias que les habían hecho rendirse ante el futuro, no valorarse en absoluto, aislarse de familia y amigos. Y ese fracaso personal era lo que se plasmaba en su aspecto descuidado. La reconstrucción tenía que empezar por el interior, y de hecho el programa llevó a los concursantes a psicólogos, a psicoterapeutas, a terapeutas de la risa, a entrenadores personales, a médicos, para que les hiciesen revisar su pasado y hallar ese hecho lamentable que les había derrotado y marcado para siempre. Y sólo después de superarlo, se iniciaron los cambios externos. Peluquería y vestuario reflejaban un interior más esperanzado.

Yo le decía a mi hija que el problema de estas personas no era que vistiesen mal, sino que se habían dado por vencidas en la vida. Porque vivir no es fácil, y a veces, uno se ve en el límite. E incluso lo sobrepasa. Y se abandona. Se rinde. Y ya no espera nada de la vida. Pero hay que seguir, hay que respirar hondo, inventarse ganas de vivir, y seguir luchando.

La realidad es que si a mí me da por combinar rayas rojas y cuadros rosas, nadie se atreverá a decirme que no me sientan bien, porque ese será mi estilo. Mi estilo, que vestirá mi personalidad. Fuerte. O al menos lo suficientemente fuerte como para defender mi estilo. Para hacerlo mío. Para ayudarme a ser yo misma, una individualidad, y no una mera copia de lo que las firmas de moda dictan para la mayoría anónima y repetitiva. Y si alguien viniera a decirme que debía vestir de otra manera, se iba a encontrar con un soberano mugido. Mi hija estaba de acuerdo.

Lo que me sorprende es que para mis amigas el mensaje del programa fuese tan distinto. Tan innegable, pero tan distinto. Y creo que he encontrado la razón: se dice que la realidad es del color del cristal con el que se mira, y eso es exactamente lo que ha sucedido. Yo he aplicado al programa mi escala de valores, y he visto, más allá de lo externo, las carencias internas de las personas. Uno aprende lo que quiere aprender. Saca las conclusiones que quiere sacar. De una misma realidad hay tantos puntos de vista como mentes que la analizan. Es la base de la política, pero va mucho más allá. Afecta a todos los aspectos de la vida. A la valoración que hacemos de las personas que nos rodean. A nuestras propias capacidades y a nuestras opciones. Hay quien se deja impresionar por unos dientes nuevos. Y hay quien ve el sufrimiento en los ojos que le están mirando.

Así que, siendo que la vida te enseña, eres tú misma la que lees en ella las lecciones que quieres aprender. Yo no tengo ninguna duda. ¿Tú sí?

viernes, 7 de diciembre de 2012

EL FIN DEL MUNDO

El fin de semana pasado, mi marido y yo nos acercamos a unos grandes almacenes para adelantar las compras de Navidad, esas que te dejan la cartera con telarañas para los tres o cuatro meses siguientes. A pesar de llevar una lista bien preparada, nos pasó lo de siempre: acabamos gastándonos el doble de lo que habíamos previsto. Supongo que es lo que toca: con tres hijas pequeñas el dinero se va sin sentir. 

Pero cuál fue mi disgusto cuando, ya en casa, abrí el periódico y me atacó la siguiente noticia: según los mayas (aunque deberían haber escrito "según algunos que creen que saben lo que los mayas quisieron decir"), el mundo se acabará el 21 de diciembre de este año. ¡Vaya por Dios! ¡Antes de Papá Noël, de la cena de Nochebuena y de la comida de Navidad! Tentada me sentí de regresar al centro comercial para devolver lo comprado. 

Y es que, si bien la noticia de un posible fin del mundo haría enloquecer a cualquiera, son incontables las veces que diferentes grupos de personas en diferentes lugares del mundo han vaticinado lo mismo, en distintas fechas, y siempre, por fortuna, con el mismo resultado. Y tal ha sido el convencimiento de estos crédulos seguidores que no pocos se han quitado la vida para evitar enfrentarse al sufrimiento de contemplar un final absoluto. Pero vamos a ver, ¿realmente hay quien se crea esto... otra vez? 

Pues no sólo parece que hay quien lo cree, sino que es un negocio en alza que está dando pingües beneficios en los Estados Unidos, donde familias y familias están comprando y equipando búnkers para poder sobrevivir en caso de tragedia suprema. Tienen la forma de un calentador eléctrico gigante, y por dentro están equipados con varias estancias, con un hornillo, un aseo, literas... Algunos los instalan en sus jardines, con la misma felicidad con la que antaño colgaron los columpios para sus hijos. Otros excavan el subsuelo y entierran el bunker con un doble fin: soportar mejor las inclemencias de un ambiente extremo o radiactivo, y evitar que los vecinos u otros supervivientes puedan robarles la comida y el agua.

De hecho hay incluso apuestas sobre cuál será la circunstancia que nos provoque ese final tan temido: una llamarada solar, un virus mutante, un choque contra un asteroide, una guerra química...  Hagan juego señores. Señores americanos, se entiende. Lo que no especifican es si el ganador recibirá su premio en la otra vida.

Nosotros, desde este lado del Atlántico, nos sonreímos con la superioridad que da la inteligencia ante lo obvio. "Estos yanquis, ya están otra vez con sus locuras". Aquí tenemos cosas más urgentes de las que preocuparnos: la maldita crisis que nos está hundiendo, por ejemplo. Y el futuro de nuestros hijos, que está en la cuerda floja. Sí, aquí somos más racionales, no hay duda. Tenemos los pies en el suelo. Ambos pies. Y sólo los despegamos en dos ocasiones: para que barran por debajo de ellos cuando el suelo del bar está demasiado lleno de papeles y palillos, y cuando nuestro equipo marca un gol. Creo que es entonces cuando los yanquis ladean sus cabezas compasivamente. "Estos españoles, -deben de pensar- con la que les está cayendo y aún tienen fuerzas para gritar ¡Gooooooollllllllllll!".