jueves, 20 de diciembre de 2012

ARROZ CHINO (sin delicias)

En la actualidad tengo 43 años. Veo con preocupación que se me están yendo de las manos los mejores años de la vida de todo ser humano, y que de manera imperceptible pero inexorable, me voy adentrando en la edad que hace no tanto creía muy lejana. El tiempo ha pasado tan rápido como un suspiro. Un parpadeo. Ayer tenía 23 años y estudiaba para aprobar la oposición, y hoy mi hija mayor tiene un admirador secreto.

Si hago balance de mis años, sé que no puedo quejarme. Me ha dado tiempo a tener un trabajo que, además de ser todo lo estable que pueden llegar a ser hoy los trabajos, es exactamente lo que siempre quise hacer. Además, aunque no me dí demasiada prisa, me ha dado tiempo a encontrar a un hombre excelente que creyó que yo era lo suficientemente buena como para ser su pareja. He podido tener tres hijas, y en líneas generales y no tan generales, soy una persona feliz. 

A mi lugar de trabajo, un instituto, llegan cada año compañeros y compañeras interinos, generalmente unos diez o quince años menores que yo. Ellos no han tenido tanta suerte. Ya no se convocan oposiciones, y con esto de los recortes, profesores que han estado trabajando de manera continuada durante años, hoy ven su puesto peligrar o incluso desaparecer. Con la inseguridad laboral a cuestas, otras facetas de sus vidas se encuentran también en la cuerda floja. Por ejemplo, la maternidad.

Recuerdo cuando, hace no tanto, me parecía una aberración absoluta el que un país como es China prohibiese que las familias tuviesen más de un hijo. La razón era controlar la demografía, pues es un país superpoblado y con unos recursos finitos. Si su tasa reproductiva se asemejase a la de algunos países del hemisferio sur, sería del todo imposible asegurar la supervivencia de los ciudadanos. Sencillamente, no habría bastante alimento para todos. 

 Las razones eran aplastantes, pero macroeconomías aparte, la historia individual de una pareja es única e irrepetible para ellos. Y si una madre china quisiese tener dos o tres hijos, sería de todo punto inadmisible que el estado, ese ente abstracto sin rostro y sin sentimientos, se inmiscuyese en una decisión tan privada y la obligase a tener solamente uno. Pensar que eso mismo pudiese darse aquí, en nuestro país, era inimaginable, propio sólo de libros de ciencia ficción en los que la raza humana es una especie más a la que controlar y, si fuese necesario, aniquilar sin remordimiento alguno.

Pues bien, eso tan terrible que el gobierno chino impuso a su población y que aquí en España parecía imposible, se nos ha vuelto cotidiano. Hoy en día las parejas jóvenes ven más que remotas sus posibilidades de encontrar un trabajo estable y bien remunerado, y con esa espada de Damocles encima, nadie se atreve a embarcarse en una aventura tan radical como es formar una familia. La prohibición no viene de ningún político, evidentemente, sino de algo mucho más poderoso y difícil de eludir: la realidad. 

Es de esperar que las cosas cambien en algún momento y que nuestra situación mejore, aunque cuándo y hasta dónde es una incógnita que nadie parece ser capaz de resolver. El problema es que las parejas a las que la crisis actual ha frenado están atravesando el único momento biológico en el que les es posible hacer aquello que de manera natural deberían estar haciendo. No se le puede pedir a una mujer de 35 años que espere a ver si dentro de diez o quince años las cosas han vuelto a su cauce. Su posibilidad de ser madre se habrá esfumado. Esa pareja estará condenada para siempre a no tener descendencia. Y eso ya no hay quien lo remedie, no es posible una vuelta atrás en el tiempo.

La macroeconomía y los intereses mundiales nos han jugado una mala pasada. No sólo nos están haciendo vivir tiempos de escasez, sino que nos imponen penas personales que no tenemos más remedio que pagar. Otros se enriquecen con nuestra pobreza. Nosotros no pedimos ser ricos. Sólo que nos dejen vivir. Que podamos tener hijos. Y que no los veamos sufrir miserias propias de otros tiempos. O de otros países, en los que familias enteras sobreviven con un mísero cuenco de arroz al día.        

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