sábado, 1 de diciembre de 2012

CUENTOS CHINOS

Me encantan los cuentos. De pequeña, mi madre solía sentarse conmigo en la cama y contarme bonitas historias de dragones y princesas, caballeros defensores, lobos malos y cerditos buenos, y un sinfín de personajes que cobraban vida mientras ella iba leyendo atentamente línea tras línea de aquellos grandes libros ilustrados.

 Hoy día soy madre también, y al igual que hacía yo misma hace unos años, mis hijas se duermen cada noche escuchando historias de princesas y castillos, de reinas malvadas y gatos parlanchines. Les encantan. Si alguna noche me hago la remolona por cansancio o porque tengo quehaceres más urgentes, ellas me reclaman con insistencia. Y hace unos días, mi hija mayor, harta de oírlas, se sentó en el mismo trocito de cama donde yo me pongo a leer, y les leyó una historia a sus hermanas pequeñas. 

Y es que hay algo mágico en los cuentos. Lo primero es que siempre triunfa el bien, y el malo termina más que trasquilado y sin ganas de volver a hacer trastadas nunca más. Lo segundo es que los buenos son siempre tan encantadores que uno no puede evitar sentirlos amigos y anhelar, durante todo el desarrollo de la historia, un final feliz para ellos.Y lo tercero es que, desde el principio, todos, oyentes y narrador, asumimos que la historia es una invención, pues hasta los niños más pequeños saben que no existen gatos con botas, ni cerditos albañiles, ni enanitos que extraigan diamantes en una mina del bosque. Hay un principio de honestidad en el planteamiento de las historias que es fundamental, y por eso las aceptamos como lo que son: fantasías.

Sin embargo, hace un par de días leí en un periódico un cuento muy raro, pues no cumplía con ninguno de los tres requisitos que he mencionado antes: unos malos muy malos, chinos por más señas, habían sido detenidos por fin, tras años de investigación por parte de cuerpos especializados de policías de varios países; pero entonces, un juez muy importante pero muy tonto muy tonto "se olvidó" de que los malos muy malos estaban allí, y ¡zas! fueron puestos en libertad porque sí, porque no había manera de meterlos en la cárcel, donde deberían haber pasado un buen puñado de años.

 Desconozco si este cuento tiene una segunda parte que le dé sentido a la primera: no sé si el juez tonto se reunirá, para pedirles perdón, con las madres, esposas e hijos de los pobres policías nacionales que, a pesar de tener el sueldo más que talado, se jugaron la vida -la única que tienen- para detener a estos malos malísimos; o si otro juez, igual de importante pero algo más listo, demostrará que el juez tonto cedió a algún suculento chantaje o quizás obró bajo amenaza de muerte; o si tal vez, con un poco de suerte, a estos malos malísimos los vuelven a detener en algún país más serio, donde a los jueces no se les "olvide" que en el calabozo de la sala de al lado esperan impacientes unos hombres amarillos con mucho poder, a los que hay que acompañar personalmente a su nueva residencia, una prisión de máxima seguridad.

Me dicen mis amigas que en los periódicos abundan este tipo de historias con un argumento tan mal resuelto. Así que voy a desempolvar un par de libros de cuentos que guardaba para regalarles a mis hijas en sus próximos cumpleaños. No quisiera que, por falta de historias nuevas, cogieran un periódico y se encontraran con estas narraciones tan desastrosas. Sería como despertar de la niñez con un puñetazo.

Y es que al Narrador de la Realidad no debieron de contarle buenas historias de pequeño. Eso, o el pobre es vegetariano y no permite que los personajes de sus historias terminemos, como norma general, comiendo las consabidas perdices.

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