martes, 18 de diciembre de 2012

DESAHUCIOS

Nunca me ha gustado la palabra "desahucio". La pobre no hace más que acumular sentidos negativos, siempre extremos, con independencia del campo semántico al que haga referencia. 

Hasta hace un par de años, sólo la había escuchado relacionada con la salud. O más exactamente, con la irremediable falta de ella. Cuando se decía que a un enfermo lo habían desahuciado, querían decir que hasta los médicos reconocían que ya no había nada que se pudiera hacer para curarlo. Excepto milagro, el siguiente paso era despedirse de él para siempre. "Desahuciado" significaba en realidad casi muerto. Lo único que se podía hacer era aliviar su dolor. Que no sufriese. Y esperar el impredecible momento en el que su corazón dejase de latir.

Pero con la crisis, esta palabra se está haciendo cotidiana. Y no en el contexto médico, sino en el económico. Algo parecido a lo que ocurre con la archiconocida "prima de riesgo", sólo que más brutal. Desahucio significa que, debido al impago de la hipoteca, el banco toma posesión de la vivienda que alguien ocupa, y por tanto, ese alguien debe abandonarla. Para ese alguien, el desahucio es la hecatombe de su vida: el impago no se ha producido por no querer pagar, sino por no poder hacerlo, seguramente tras la pérdida del empleo, y probablemente tras haber agotado el período de prestaciones estatales que cubren a duras penas las necesidades más básicas. 

Me imagino todo lo que acompañó al inquilino en los meses anteriores: privarse de todo lo imaginable, recurrir a familiares y amigos, probablemente golpeados también por la crisis, intentar llegar a una solución con la entidad bancaria... El tiempo corre que vuela, y siempre en contra. Finalmente llega la carta que comunica la inminente obligación de desalojo, los avisos, y las fuerzas del orden. Como si uno fuese un peligrosísimo criminal con el que tuviesen que extremarse las precauciones. 

Y lo peor es que con la entrega de la vivienda no se cancela la deuda, pues debido al desajuste del mercado, lo que se compró por un precio hace unos años, hoy vale la mitad. Así pues, la persona desahuciada se ve despojada de su hogar, con una deuda que la atenazará de por vida, sin recursos económicos, y sin esperanza de que algo vaya a cambiar. 

Supongo que la lucha sólo tiene sentido si hay posibilidad de victoria. Cuando se niega toda esperanza, la resistencia se vuelve inútil. El desahuciado no sólo abandona sus cuatro humildísimas paredes. Abandona lo que fue su vida. Su condición de ciudadano. Su dignidad. Ahora se ve reducido a la nada, a la inexistencia social, a ser una mera carga para sus familiares o a no tener más lugar que la calle. Al igual que el enfermo terminal, el desahuciado económico está casi muerto. Lo veremos durmiendo junto al cajero automático de nuestro banco, que también fue el suyo, suciamente vestido pidiendo limosna en la puerta de alguna iglesia, o arrodillado en alguna esquina de nuestra inmisericorde ciudad. Al menos al enfemo terminal le evitan el dolor. Por humanidad. Al desahuciado económico se le deja solo, a merced de las inclemencias del tiempo, del hambre y de la crueldad de la calle. No es fácil reingresar en la sociedad una vez que se ha vivido en el infierno. Salvo milagro, sólo cabe esperar a que su corazón, agotado, decida latir por última vez. No es de extrañar que cada vez más personas opten por la salida más rápida. Que no la más sencilla.     


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