lunes, 17 de diciembre de 2012

OPIO PURO

Siempre me ha gustado la famosa frase del filósofo alemán Karl Marx: "La religión es el opio del pueblo". No soy una entendida en filosofía, y seguro que hay sentidos profundos en esta afirmación que yo desconozco, pero desde mi punto de vista de profana en la materia me parece que describe con mucho acierto el efecto que la religión ejerce sobre los creyentes convencidos.

Es algo parecido a lo que sucede con los niños pequeños. Cuando uno de ellos se cae jugando en el parque, acude corriendo a su mamá para que le consuele. Hay poco que ella pueda hacer objetivamente, más allá de acurrucarlo contra su regazo y susurrarle cariñitos al oído. Sorprendentemente, el efecto es inmediato. El niño parece no padecer ya ningún dolor, y tras unos instantes vuelve a su juego como si nada hubiese pasado. Ni todos los médicos del mundo podrían superar curación tan milagrosa. Ni todas las madres del mundo, excepto la suya.

¿Qué es lo que ha sucedido? Pues que el niño ha encontrado consuelo en ese ser superior que él cree que le protege de todo mal. A los ojos del mundo la situación no ha cambiado: el niño sigue luciendo un hermosísimo cardenal en la rodilla, la madre no lo ha hecho desaparecer, no lo ha curado; pero a los ojos del niño, ya se ha restablecido esa sensación de seguridad que había perdido con la caída, ya vuelve a sentirse fuerte y capaz. Ya no le preocupa el golpe. Ni siquiera es consciente de que le sigue doliendo. 

¿Y cómo sabe el niño que debe acudir a su madre para encontrar ese consuelo? ¿Quién se lo ha dicho? ¿Quién lo ha aleccionado así? Pues lo sabe por instinto. Algo en su interior lo empuja imperiosamente hacia su madre. Y ella, con su sola presencia, ejerce sobre él un efecto sedante asombroso, inexplicable quizás, pero innegable y evidente.

Pues algo parecido ocurre con los creyentes, sólo que en vez de acudir a su madre terrenal, acuden a la religión. El efecto es parecido. El dolor no desaparece, pero se acepta con resignación, pacíficamente. Lo he visto en muchas ocasiones. En enfermos terminales. En familias que han perdido a un ser querido. Y siempre me ha resultado impactante. Esa aceptación sencilla y humilde del dolor. Sea el que sea. Venga de donde venga. Sin preguntarse el porqué. Sin rebelarse contra él. Sin desesperarse ante lo irremediable.

Este fin de semana me ha vuelto a dejar sin palabras. El padre de una de las niñas asesinadas en un pueblo de Estados Unidos hablaba para la prensa. Con la voz entrecortada por el llanto, recordaba a su hijita, de muy corta edad. El periodista le preguntó cómo iba a sobreponerse a esta tragedia. El padre lo miró algo sorprendido, como si pensase que no había otra manera posible: le respondió que iba a refugiarse en su religión y en su familia. Apenas veinticuatro horas después de haber sufrido probablemente la peor noticia que un padre pueda recibir, no sólo haber perdido a su hija sino haberlo hecho a manos de un loco asesino, este padre aceptaba la tragedia amparándose en su religión. No puedo por menos que alegrarme por él. Al menos eso le ayudará a amortiguar el dolor, a encontrar la manera de seguir viviendo. 

Intenten decirle que no tiene razón. Que su fe es sólo un consuelo ficticio porque en realidad Dios no existe. ¿O es que alguien lo ha visto? Háblenle del opio. Del adormecimiento de las masas. Háblenle de la financiación de la Iglesia, y de las muchas riquezas que atesora. Luego intenten explicarle al niño que lo que hace es absurdo. Que su madre no lo puede proteger de todo. Que no hay motivo racional para que sienta semejante alivio cuando ella lo acurruca. Que cualquier mujer podría hacer lo mismo. Hablen todo lo que quieran. Las palabras son sólo eso: palabras. Frente a ellas, la realidad individual. La verdad de cada uno. Sólida como una losa. Incuestionable. 



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