sábado, 8 de diciembre de 2012

TU ESTILO A JUICIO

No soy muy aficionada a ver la tele. Muchas veces me arrepiento de haber estado sentada durante un buen rato para acabar de ver un programa que termina resultándome decepcionante. Cuando es una película, los personajes no suelen estar bien perfilados y obran con incoherencia, o bien el argumento se enreda hasta el absurdo; si son debates, los contertulios hablan a la vez y es imposible entenderlos, o bien sus posturas son una defensa cerril porque sí, sin un razonamiento cabal ni una escucha real de los argumentos del contrario... Al final termino fiel sólo al telediario, e incluso ahí me rebela el excesivo tiempo dedicado al deporte rey, y últimamente hasta a los estrenos en la cartelera. ¿Será que no tienen noticias más importantes que ofrecer?

Pero recientemente me he aficionado a un programa que dan en una de estas cadenas nuevas con nombres extraños: Divinity. El programa se llama "Tu estilo a juicio", y es básicamente la transformación de una persona cuya apariencia externa, completamente abandonada, ha influido en su pésimo desarrollo social y laboral.

A mi hija mayor, de 11 años, también le gusta mucho, y frecuentemente nos sentamos juntas en el sofá, arrebujadas bajo la manta, y comentamos lo que va sucediendo. Al enterarse, mis amigas han puesto el grito en el cielo: ¿Cómo se me ocurre ver semejante bazofia con una niña? No sólo es un programa superficial, sino que la moraleja que se obtiene de él es que la apariencia lo es todo en la vida. Todo. Y que  si uno quiere triunfar, debe ceñirse estrictamente a los cánones sociales.


Pero yo no estoy de acuerdo. Para nada. Ni mi hija tampoco. Es cierto que el primer programa que vimos nos dejó muy sorprendidas, porque el vagabundo sucio de aspecto lamentable de los tres primeros minutos del programa acabó convirtiéndose en un señor de mediana edad de bastante buen ver. Previamente le rehicieron la dentadura, le limpiaron el cutis con un ácido modernísimo, lo llevaron a la peluquería, y le renovaron el vestuario por completo. Cierto. Pero en el segundo programa ya habíamos sacado nuestras conclusiones: las personas seleccionadas para este programa tenían una característica común, y no era su pésimo gusto en el vestir: todas tenían una tremenda falta de autoestima. Todas habían sufrido a lo largo de su vida unas circunstancias que les habían hecho rendirse ante el futuro, no valorarse en absoluto, aislarse de familia y amigos. Y ese fracaso personal era lo que se plasmaba en su aspecto descuidado. La reconstrucción tenía que empezar por el interior, y de hecho el programa llevó a los concursantes a psicólogos, a psicoterapeutas, a terapeutas de la risa, a entrenadores personales, a médicos, para que les hiciesen revisar su pasado y hallar ese hecho lamentable que les había derrotado y marcado para siempre. Y sólo después de superarlo, se iniciaron los cambios externos. Peluquería y vestuario reflejaban un interior más esperanzado.

Yo le decía a mi hija que el problema de estas personas no era que vistiesen mal, sino que se habían dado por vencidas en la vida. Porque vivir no es fácil, y a veces, uno se ve en el límite. E incluso lo sobrepasa. Y se abandona. Se rinde. Y ya no espera nada de la vida. Pero hay que seguir, hay que respirar hondo, inventarse ganas de vivir, y seguir luchando.

La realidad es que si a mí me da por combinar rayas rojas y cuadros rosas, nadie se atreverá a decirme que no me sientan bien, porque ese será mi estilo. Mi estilo, que vestirá mi personalidad. Fuerte. O al menos lo suficientemente fuerte como para defender mi estilo. Para hacerlo mío. Para ayudarme a ser yo misma, una individualidad, y no una mera copia de lo que las firmas de moda dictan para la mayoría anónima y repetitiva. Y si alguien viniera a decirme que debía vestir de otra manera, se iba a encontrar con un soberano mugido. Mi hija estaba de acuerdo.

Lo que me sorprende es que para mis amigas el mensaje del programa fuese tan distinto. Tan innegable, pero tan distinto. Y creo que he encontrado la razón: se dice que la realidad es del color del cristal con el que se mira, y eso es exactamente lo que ha sucedido. Yo he aplicado al programa mi escala de valores, y he visto, más allá de lo externo, las carencias internas de las personas. Uno aprende lo que quiere aprender. Saca las conclusiones que quiere sacar. De una misma realidad hay tantos puntos de vista como mentes que la analizan. Es la base de la política, pero va mucho más allá. Afecta a todos los aspectos de la vida. A la valoración que hacemos de las personas que nos rodean. A nuestras propias capacidades y a nuestras opciones. Hay quien se deja impresionar por unos dientes nuevos. Y hay quien ve el sufrimiento en los ojos que le están mirando.

Así que, siendo que la vida te enseña, eres tú misma la que lees en ella las lecciones que quieres aprender. Yo no tengo ninguna duda. ¿Tú sí?

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