sábado, 12 de enero de 2013

EL TIEMPO (ese cabrón)

Pues sí. Aquí estoy de nuevo. Hace ya más de diez días que regresé de mis vacaciones de Navidad, en las que visité mi ciudad natal, Valencia. Y aún no había tenido ocasión de retomar mi blog con la energía con la que lo abordé hasta la misma Nochevieja. Ese fue mi último artículo. A mi vuelta, ya en Torrevieja, el tiempo pareció desaparecer, esfumarse ante un sinfín de tareas y obligaciones que no me dejaron ni un minuto de reflexión. Sin embargo, mi ritmo no es diferente al que tenía antes de Navidad. Algo me desasosiega, y creo que sé qué es. 

En mi ciudad, a mis ojos, sólo los edificios permanecen invariables, ajenos al tiempo que los envuelve. La Catedral siempre ha sido, es y será la misma. Su robustez, su genialidad, la combinación de estilos plasmados en cada una de sus puertas de acceso. Tal cual la recuerdo. Las calles gremiales, tan laberínticas como estrechas y sombrías. Exactas en mi memoria. La torre de Santa Catalina, tan preciosísima. Como siempre lo fue. 

En mi barrio, Monteolivete, pocas cosas han cambiado. Es cierto que ya no está el mercado, y que la fuente de la plaza ya no es una fuente, sino una estatua. Sin embargo, todo lo demás permanece exactamente igual. Salvo alguna fachada a la que se le ha quitado la pátina de la contaminación, o algún portal que ha renovado su portón de acceso. Podría recorrer las calles con los ojos cerrados y saber a ciencia cierta dónde me hallo, describir los alrededores con detalles sorprendentes, esos detalles grabados a fuego en la mente infantil que resultan invisibles a los ojos adultos: una bisagra oxidada o un buzón con un agujero en forma de corazón. Mi barrio, mis calles, ese lugar objetivo que es también la referencia imborrable de mis primeros años.

Sin embargo, la referencia humana de mi infancia sí que ha cambiado. Ha envejecido. De manera tan rápida e imperceptible que me asalta por sorpresa en cada nueva visita. Mis vecinos, por ejemplo. Los hombres y mujeres que siempre tuve alrededor en mi edificio y que lucharon a brazo partido por el bienestar de sus familias. Hoy son ancianos. Sus hijos, con los que compartí juegos y broncas, hoy son padres y madres de familia, tocados si no hundidos por una crisis que está acabando con las esperanzas de una generación que empezaba a tomar las riendas de sus propias vidas.

Mis tíos, jubilados todos, han perdido la robustez de antaño, esa vitalidad que siempre les caracterizó y que llenó mis Navidades de risas y regalos. Hoy, rodeados de nietos por los que se desviven, afrontan sus días con una parsimonia extraña en ellos. Es como si, en mi ausencia, una mano helada y desoladora hubiese planeado sobre ellos y les hubiese mermado fuerzas y bríos. ¿Y dónde estaba yo?

Contemplo mi imagen de reojo en el espejo del ascensor, y noto mi corazón acelerado y mi frente repentinamente fría. No me reconozco. Soy una mujer de cuarenta y tantos, con un tinte que no logra camuflar completamente las canas que me delatan, y un maquillaje que no oculta mis primeras arrugas y mis ojos de incipiente presbicia. Así era mi madre hace veintitantos años. Así mis vecinas y mis tías. Alegres, fuertes y animosas como yo soy hoy. Me atenaza hasta las lágrimas la crueldad del tiempo, ese cabrón silencioso que le da la vuelta a tu propio cuerpo y lo doblega hasta desvanecerlo, hasta convertirlo en su propia sombra, para pánico de los que lo contemplan.

Llego a la tercera planta, donde vive mi madre, y mi anciana vecina me abre la puerta del ascensor. Yo la contemplo y me veo en ella. Así seré yo con treinta años más. Si tengo la suerte de llegar. Hago cábalas y calculo las edades de mis hijas. No quiero imaginarlas con mi edad. Sé que llegará. Pero no quiero. Soy consciente de que estoy en los mejores momentos de mi vida, y esa consciencia me aferra a mi entorno con la desesperación del que siente que todo está a punto de hundirse.

Dejo mi tierra con la tristeza del que abandona a sus seres queridos a su suerte. Sé que el hecho de que yo viviese allí no iba a cambiar sus destinos, claro. Pero también sé que la próxima vez que les vea me parecerán aún más ancianos, el encuentro me resultará aún más triste, y sé que la historia no hará más que empeorar. Sumergida en las tareas de mi casa en Torrevieja, lucho por desterrar esta sensación de final que se ha instalado en mí. Intento no pensar. Asumir que así es la vida. Alegrarme por los recién llegados.

El lunes abrí la puerta del aula y me emocioné. Allí estaban mis alumnos, con los mismos quince años que han tenido siempre mis alumnos de 3º ESO. Es engañoso, claro, pues mis alumnos quinceañeros de hace veinte años tendrán hoy treinta y cinco. Aún así, si hubo quien creyó en Nochevieja que el año 2013 iba a ser mejor, ¿por qué no puedo yo dejarme llevar por el optimismo vital de mis estudiantes? Respiro hondo y despacio. Ya más calmada, me enfrento a mi blog y a mí misma. Hoy le he abierto la puerta del ascensor a mi marido. A él también se le ve alguna cana, y la hernia ya no le permite sus sesiones de gimnasio de antaño. Llevaba a mi hija pequeña dormida en los brazos. Detrás de ellos, mi madre y mi centenaria abuela sonreían encantadas. "Ya estamos aquí", me han dicho refiriéndose a su viaje desde Valencia. Yo les he dado un abrazo infinito, como si hubiesen regresado desde los negros abismos del tiempo. Me ha parecido que estaban guapísimas. Debe de ser la felicidad. Seguro seguro que rejuvenece.



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