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Hoy mi turno terminaba a las dos de la
tarde, pero son las dos y media y sigo apilando yogures. Tengo los cojones
congelados, pero ahora da gusto trabajar porque el supermercado está casi
vacío.
Tengo que ir con muchísimo cuidado,
porque hay que ver la cantidad de yogures diferentes que se pueden comprar. No
quiero meter la pata y poner los de sin trocitos en el hueco de los bio o de
los griegos, y aunque tienen incluso envases con formas diferentes, hoy mi
mente está anclada en los ojos de Álex, y tengo que esforzarme por conectar con
la realidad.
Viene el supervisor y me dice:
-
Gracias
por quedarte un poco más. Se había atrasado el camión de lácteos y cuando llegó
no teníamos personal para distribuirlos. Ahora ya puedes irte, ha llegado tu
relevo.
Yo separo mis cojones del frío y le
sonrío, satisfecho. El resto del día es mío, y lo pasaré como más me gusta,
resguardado del mundo, escondido en mi madriguera, soñando, fantaseando,
jugando con las ideas que me llenan la cabeza.
Me llevo para comer un sándwich
preparado de ensaladilla rusa y una bolsa de patatas fritas. Camino hacia mi
casa bajo el sol monstruoso de julio. Puedo cruzar a la otra acera y andar por
la sombra, pero no quiero hacerlo. Me gusta el contraste entre el frío del
súper y el calor asfixiante del verano en el sur. El sol es tan hiriente que a
duras penas puedo abrir los ojos.
Vuelvo a casa con la felicidad
estallándome en la piel. Por fin, tiempo para mí. Soledad. Silencio.
Subo por las escaleras silbando y
dando saltitos, agarrándome a la barandilla con una mano. Abro la puerta de
casa y me sé a salvo del mundo. Cierro y me apoyo en ella, de espaldas. Tiemblo
de emoción inespecífica. Voy directo al cuarto de baño, y me lleno la bañera de
agua fría. Echo unas sales perfumadas, enciendo doce velas y apago la luz del
techo. Aunque fuera, en el mundo, es de día, aquí dentro, en el reino de los
sentidos, es noche cerrada. Me desnudo y me meto en el agua, sintiendo el frío
punzante en cada centímetro de piel. Casi no puedo respirar. Recuerdo aquel día
que eché cubitos de hielo. Fue una tortura. Un placer absoluto.
Me recuesto feliz, sonriente, y apoyo
la cabeza en el extremo de la bañera. Saco mi sándwich de la bolsa, abro el envase
y empiezo a mascar lentamente. Oigo cada sonido en mi boca. Huelo hasta el más
mínimo de los aromas. Meto mis labios bajo el agua y doy un sorbo. ¡Aj! Las
sales han hecho el agua imbebible. Afortunadamente tengo el whisky de ayer en
el cajón de las toallas. Abro las patatas y doy un mordisco y un trago. A pesar
del frío, me siento arder la frente.
Y entonces, en medio de toda esa
oscuridad y todo el silencio, flotan ante mí los ojos azules de Álex, su
hermosísima piel blanca, sus manitas rechonchitas y su risa feliz. Como yo,
tiene un exterior aparentemente inofensivo. Pero su crueldad, como la mía,
probablemente no tiene límites. El pequeño cabrón me golpeó con su camión de
juguete, mientras su madre no me dejaba hacer mi trabajo. ¿Cómo voy a reponer los
plátanos si no apartan sus culos de mi espacio? El niño lo sabe. Lo sabe todo.
Sabe que soy sólo un desgraciado, incapaz de encontrar su lugar, entre los
plátanos o en la vida, qué más da, todo es lo mismo. Y ha descargado toda su
rabia y su incipiente poder contra mí. Su camión era su arma de hoy. Las de
mañana serán la indiferencia y el rechazo.
A él le envuelve un mundo protector de
caricias y besos, una madre comprensiva a la que acompaña tiernamente asido de
la mano en sus quehaceres diarios. Una madre que le dará la seguridad
suficiente para convertirse en un hombre fuerte, poderoso. Cruel incluso. Si yo
pudiese cambiar eso hoy, cuando el niño es aún un niño, y su única arma un
juguete…
Lo metería conmigo en esta bañera de
agua helada, le daría un poquito de whisky, y le hablaría como un padre:
-
Mira,
Álex: en la vida hay dos tipos de personas: las poderosas y las invisibles. Las
personas poderosas son malas, pero como están ahí para que todos podamos
admirarlas, se les ve perfectamente; es fácil ver su peligro, y por tanto es
fácil alejarse de ellas. Y también es fácil vengarse. Pero las personas
invisibles, como los reponedores del supermercado… esas sí que son peligrosas
de verdad: están descontentas con la sociedad, enfadadas porque les ha convertido
en personas-trapo, receptoras de gritos y quejas. ¿Y a cambio de qué? ¿De un
sueldo mísero y unas condiciones de trabajo pésimas? Tú esto no lo entiendes
aún, pero un golpe con tu camión de juguete puede desencadenar en ellos la
locura, una obsesión de la que no pueden huir, ¿sabes? Como esos misiles que
persiguen su objetivo hasta que lo hacen explotar, sin escapatoria posible…
pues así pasa, Álex. Y ese es el verdadero peligro. Así que la próxima vez que
vayas al súper, hijo, tú mira al suelo, no te muestres feliz ni sonriente,
desconfía de los que te rodean… y no mires nunca a nadie a los ojos. Los ojos,
Álex, son el sentimiento, la pasión. Son tu yo más profundo. Y hay que dejarlos
encerrados, castigados sin sol y sin brillo. Aprende esto bien, mi cielo.
Desconfía.
Para entonces a lo mejor Álex había
dejado de respirar, su cuerpecito amoratado ya inmóvil bajo el agua. Así que
daría igual que le hubiese aconsejado o no. Lo mismo pasó con mi perrito Puchi.
Cuando acabé de bañarlo, no respiraba. Yo lo quería, y mucho. Pero él siempre
huía de mi lado. Otro que me sabía invisible, nada importante. Aún recuerdo su
energía descosida intentando zafarse de mis manos, que lo sumergían sin piedad
para ver cuánto aguantaría. Cuando dejó de pelear por su vida, le metí el dedo
por el culo. Siempre había querido hacerlo, no sé por qué. Parecía un peluche,
pero más pesado. Me pregunté durante días qué era exactamente lo que había
cambiado para que pasara de estar vivo a estar fiambre: no era la respiración
en sí, sino las ansias de respirar, la capacidad de respirar.
Yo por eso sé que aún estoy vivo. A
veces aguanto la respiración y me cronometro. Cuando estoy solo, en mi bañera,
en calma total, es cuando más aguanto. En cambio, en el trabajo apenas puedo
hacerlo durante un minuto escaso. Cuando abro la boca otra vez para coger aire,
siento como si mis pulmones me fuesen a estallar. Y hago un ruido que no se
puede comparar con nada. Una explosión de vida, dolorosa e insuficiente. Por
eso sé que estoy vivo. Porque siempre estallo devorando todo el aire a mi
alrededor, con la cara enrojecida y los ojos palpitando.
Una vez alguien me dijo que no te
puedes suicidar simplemente negándote a respirar, porque tu cuerpo es incapaz
de dejarse morir, y que aunque tú lo tengas decidido de manera consciente, en
el último instante él toma el aire necesario para seguir vivo. ¡Qué cabrón!
Yo siempre he pensado que me gustaría
morir en la bañera, en mi bañera, como estoy ahora. Me cortaría las venas de
las muñecas con una hoja de afeitar, y en la oscuridad y la relajación, mi
sangre saldría de mi cuerpo imperceptiblemente, dejándome volar en un sueño
dulce. No sería demasiado doloroso, pero sí muy efectivo, siempre que mi cuerpo
no decidiese vivir y saliese de la bañera contra mi voluntad para llamar al
médico.
¿Qué estará haciendo ahora el pequeño
Álex? A las cinco de la tarde en pleno julio, quizás una siesta. Me lo puedo
imaginar, durmiendo como duermen los niños pequeños, mojando de sudor su
almohada azul de trenecitos, sin pijama, abrazado a su oso de peluche. Su mamá
abrirá ligeramente la puerta de su habitación y lo contemplará dormir, tan
pacíficamente, tan abandonado a su sueño. Ella sonreirá. Las madres siempre
sonríen cuando ven a sus hijos dormir. No sonreirían tanto si supiesen que no
iban a despertar. En silencio para no romperle el sueño volverá al salón, y
pondrá el televisor casi sin voz para ver la telenovela. Mientras, tomará su
café, satisfecha de tener su mundo en
paz y bien protegido.
Yo salgo de mi bañera ya, con los dedos
de los pies arrugados y el pelo frío chorreando agua por mi espalda. Me pongo
las zapatillas de ir por casa, pero no me seco ni me visto, ni me enrollo en
una toalla. Tal y como mi madre me trajo al mundo me paseo por mi casa, vacía
de ojos que me censuren.
Todas mis persianas están medio
bajadas. No me gusta la luz. Con el calor del verano, en cinco minutos estoy
totalmente seco. Me pongo mi bañador y una camiseta y me bajo a la playa. Me
gusta pasear con los pies en el agua. Veo a los niños jugar haciendo castillos,
inconscientes y ajenos a mi mundo, como sus padres. Cuando me canso, me siento
en una piedra junto al muro que separa la playa de la carretera, a la sombra de
un tejadillo. Siento la brisa del mar en mi cuerpo. Huelo a sal y a crema
solar. Entreabro los ojos y observo el mundo encerrado en apenas una línea
horizontal de visión: el brillo del mar y del cielo, azul cristalino; los
cuerpos semidesnudos, conversando de manera ininteligible; los rostros
satisfechos, relajados. Acaso un avión surca el cielo. O un barco el horizonte.
Entro en el agua después de las siete,
cuando ya se ha ido el socorrista de la Cruz Roja y en la playa quedan apenas
cuatro o cinco familias. Me adentro en el mar. Soy buen nadador, y no buceo
mal. El agua, fría y cristalina, es mi aliada. No oigo más que las olas y mi
respiración. El sol ya se retira, cansado y vencido. Yo hago el muerto y floto
sonriendo. Sería un muerto feliz.
Salgo y me voy a casa chorreando agua
salada. En mi piel, la arena y la sal empiezan a picar cuando me vuelvo a mi
bañera. Esta vez un baño rápido, de cinco minutos.
Son las nueve, y merodearé por el
pueblo en busca de algún niño perdido. Jamás he encontrado ninguno, pero no
pierdo la esperanza. Le invitaría a mi casa a comer pizza. Le prometería que
llamaría a su casa, o a la policía, o a quien él o ella quisiera. Lo metería en
la bañera conmigo. Jugaríamos a los barquitos. Y a los submarinos. Como con
Puchi.
Pilar..... ¡ES UN RELATO SUPERINTERESANTE!
ResponderEliminarPorfa, ¡el capítulo 3!