lunes, 14 de enero de 2013

SAN DIÓGENES BENDITO!!!

Durante toda mi infancia, mi madre se ha esforzado por transmitirme el cariño y el cuidado por mis cosas, y no voy a decir que le haya sido tarea fácil, pues aún hoy sigo planteándome si en mi carga genética existirá alguna predisposición natural al desorden contra la que me es prácticamente imposible luchar.

Sin embargo, sí que hay en mí un apego por casi todas las cosas que me rodean, no puedo evitarlo. Si encuentro el osito de peluche de mi hija pequeña tirado por el suelo, recuerdo de inmediato con cuánta ternura lo abraza por las noches, y lejos de pararme a analizar si está más o menos viejo o más o menos necesitado de un buen lavado, lo vuelvo a dejar sobre su cama con un beso. 

Si tenemos en cuenta que tengo tres hijas bastante pequeñas aún, que son tan cuidadosas con sus juguetes como yo lo fui pero también igual de desordenadas que yo, y que vivo en un piso de dimensiones reducidas, tenemos una idea aproximada de la desesperación que siento muchas veces cuando entro en sus habitaciones. 

 Así que, para intentar inculcarles el gusto por el orden y de paso evitar enfrentarme yo misma a la tarea que más odio, los sábados por la mañana toco "zafarrancho de limpieza" y les hago que quiten de la vista todos sus cachivaches. Pero a veces, ellas me miran con desesperación: todos sus cajones están llenos hasta los topes, abarrotados, así como las cajas y el baúl. 

A mí se me cae el alma a los pies. Cuando ya no hay dónde guardar las cosas, entonces la tarea ya no les corresponde a ellas, sino a mí. Con resignación, saco una bolsa nueva de basura, me pongo música relajante, amortiguo mi conciencia con una copa de vino, y durante un tiempo que se me antoja eterno, renuncio a mis principios más sagrados y me obligo a deshacerme para siempre de los juguetes que menos utilizan. Para mí, no hay tarea más ingrata. Todos los juguetes me parecen estupendos, ninguno merecedor de ser rechazado. 

Una vez terminado el expolio, llevo la bolsa de juguetes a donde sé que los pueden aprovechar. Entonces entro de nuevo en sus habitaciones. Intento recordar dónde estaban los juguetes de los que me acabo de deshacer, y cubro los huecos para que no se noten sus ausencias. Espero que mis hijas no se den cuenta de que ya no están. Si preguntan por alguno, les diré lo de siempre: "Estará en algún cajón".

Mi madre, que dice con razón que tienen muchos más juguetes de los que necesitan, echa un vistazo y exclama: "¿Pero de verdad has tirado algo?". Yo me santiguo y pongo cara de agonía. ¡San Diógenes bendito! ¡Apiádate de mí!



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