martes, 15 de enero de 2013

Y DE REPENTE... UN PANTALÓN (o dos)

Muchas veces he pensado que mi abuela es la más moderna de toda mi familia. Afronta las novedades con pasión, como si más allá de su propia voluntad no hubiese nada que pudiese detenerla en su afán de hacer aquello que se propone, independientemente de lo que piensen o digan los demás.

Si ella se propone hacer algo, lo hace. Porque sí. Y punto. Y si sabe que va a encontrar alguna oposición, pues la esquiva. No se enfrenta. No discute. Es el "vive y deja vivir" en estado puro. Para desesperación de mi madre, que se afana en aconsejarla y acompañarla en sus andanzas.

Como los niños, si ha sufrido un pequeño accidente doméstico y un día amanece con una uña negra o con un rasguño en el brazo, no hay manera humana de llegar a saber qué es exactamente lo que le ha pasado. Ella sólo sonrie con picardía ante la insistencia de mi madre, y le dice: "Pues nada, no es nada, ¿no ves? No me ha pasado nada". Y zanja la cuestión unilateralmente, dejando a mi madre tan frustrada como si hubiese estado intentando dialogar con la pared.

El otro día, a sus 100 años, estuvo charlando con una amiga bastante más joven que ella (como todas las que tiene), que le habló de las bondades de los pantalones largos en invierno. Mi abuela siempre ha sido reacia a enfundarse en esa prenda que ella consideraba insobornablemente masculina. Por eso, los únicos pantalones que había accedido a vestir en su vida eran los del pijama, y esos sólo en los días de frío extremo.

Pues bien, dicho y hecho. Tras haberlo meditado consigo misma y haber tomado una decisión, le dijo a mi madre: "Voy a comprarme unos pantalones". Y acto seguido cogió su abrigo y las llaves de casa, y le dio a mi madre el tiempo justo para que terminase de cepillarse los dientes.

Y en la primera tienda en la que entraron, ¡zas!, ¡pantalones!. Mi abuela ha confesado que al principio se encontró algo extraña, pero enseguida comprobó que iba mucho más caliente y no sólo se compró un par, sino dos, y también un abrigo a juego. Estos días pasea por Torrevieja tan contenta con sus pantalones nuevos, y va mirándose en las lunas de todos los escaparates, como si no se terminase de creer lo que ven sus ojos.


Ayer vino a mi casa, y después de dejarse fotografiar con su nueva y revolucionaria prenda, puso su atención en mi teléfono móvil, que piaba alborotado porque me llegaban varios wassaps a la vez. "¿Eso qué es?", me preguntó con curiosidad. Mi madre palideció. Creo que por un momento temió que mi abuela quisiese subirse al tren de las nuevas tecnologías para poderles mandar mensajitos a sus octogenarias amistades. "El teléfono, que me dice que me han llegado varios mensajes", le dije yo. "¿Quieres que te enseñe a responder?". Ella sonrió. "No, gracias. Ahora que voy tan abrigada con mis pantalones nuevos, no tengo tiempo que perder. ¿Has visto qué día tan estupendo hace hoy?".  Y sin más, dio media vuelta y se fue a seguir paseando. Si mi madre se descuida, se la deja olvidada en el cuarto de baño. Suerte que en la entrada de mi casa tenemos un espejo de cuerpo entero. Allí la alcanzó, contemplándose por delante y por detrás, como una adolescente presumida. "Anda, que estás muy guapa", le dije yo. Ella me sonrió. Ya lo sabía. Al fin y al cabo, son cien años de experiencia ante un espejo. Cien años radiantes. Y ahora, más modernos que nunca.

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