lunes, 11 de febrero de 2013

CUESTIÓN DE CONFIANZA

Cuantos más casos de corrupción aparecen en la prensa, con más fervor los políticos apelan a los ciudadanos, rogándonos o exigiéndonos, según se mire, que confiemos en su inocencia. Y están los tiempos para pocas confianzas, teniendo en cuenta que no hay esfera política, económica, religiosa, intelectual, institucional o social que se libre de la sospecha o de la acusación en firme. 

 Son malos tiempos para la confianza. Aquel antiguo gesto tan elegante y que siempre me gustó tanto de mirar a alguien a lo más profundo de sus ojos y decirle con una sonrisa: "Confía en mí". Eso ya pasó a la historia. Los políticos deberían saberlo. Deberían haberlo sabido, de hecho: la confianza se va ganando lentamente, durante años. Y basta un segundo para perderla. Es lo que debe de estar pensando el Rey, que después de cuarenta años de apoyo por parte de los españoles, vive sus horas más bajas entre elefantes, yernos y su propia vejez.

Tampoco nos sirven ya los papeles. Ni las Declaraciones de la Renta, ni la del Patrimonio, ni siquiera el extracto de las cuentas bancarias suizas. Los documentos, como las palabras, son tan manipulables que sólo van a demostrar lo que se quiere demostrar. Los únicos papeles a los que damos crédito son los que aparecen sin tener que aparecer, los robados o filtrados, los que reflejan los trapos sucios que se suponen ocultos y que algún partidario dolido saca a la luz por despecho. Y que, a juzgar por el revuelo organizado, se diría que dicen más verdades de las que nadie ha querido admitir.

Sin embargo, sabiendo cómo funcionan las cosas en este bendito país, ya se encargará alguien de invalidar los documentos. Cuanto más delatores y más certeros, más seguros estamos los ciudadanos de que no llegarán a puerto. Como las condenas de los cargos importantes. ¿Alguien ve a Urdangarín en la cárcel? ¿A algún político, quizás? ¿Banqueros de esos que han arruinado a sus entidades? Parece que no.

Desgraciadamente la rueda se empecina en seguir rodando en la misma dirección. La justicia se ceba en los más desfavorecidos. La economía también. Pasan los filos de sus cuchillos por encima de nuestros pescuezos, estirados sobre el mármol de sus ganancias esperando el último hachazo. Como los pollos, hacinados, míseros y abocados a una muerte programada, vemos a los ricos vivir en un mundo paralelo. Absolutamente impunes. Escondidos bajo un manto invisible de privilegios que ellos mismos han tejido para protegerse de nosotros. De tanto pollo desplumado que cacarea y cacarea exigiendo la justicia que no nos alcanza. Ya podíamos aprender de los corderos. De su mansa dignidad. De su silencio.

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