lunes, 4 de febrero de 2013

LA VENGANZA DE LAS CUCARACHAS (cap.3.1)



3
Hoy es martes, víspera de festivo. Mañana es la Virgen del Carmen, y en un pueblo marinero como este, es fiesta mayor. Así que hoy, nuevamente, el súper estará atestado de gente, como si al no abrir el miércoles, tuvieran que aprovisionarse para dar de comer a un regimiento.
Entro en el almacén y me pongo mi gorra y mi uniforme de reponedor. Alguien me observa mientras me abrocho los pantalones: es la chica pesa-frutas.
-          Hola, guapo –me dice mientras me acaricia la nuca con sus larguísimas uñas-. Has llegado pronto hoy…
Es cierto, faltan diez minutos para las ocho y media, o sea que son las ocho y veinte de la mañana: la hora menos apetecible para tener sexo. Pero ella no parece opinar así. Me empuja hacia atrás con su mano en mi vientre, y me hace volver a entrar en el aseo, de donde yo ya he salido. Se quita la camiseta de tirantes y el sujetador. Tiene unas peras enormes. Entonces pasa el pestillo y apaga la luz, para que nadie sospeche que estamos dentro. Con rapidez me besa los labios y me desabrocha el pantalón. Mete su mano en mi bragueta, y me toca.
Yo me imagino que es una niña muy mala, y en la oscuridad noto mi sexo invadiéndolo todo, primero en su boca, y luego, apoyado contra la pared en un equilibrio imposible, dentro de su agujero prohibido, tan húmedo y caliente que no quiero salir nunca. Nos movemos sin palabras, sin sonidos, sólo respiramos a la vez, rápidos ante el temor a ser descubiertos. Yo me dejo llevar por ella, por mi niña imaginaria. Hasta que culmino con un imperceptible gemido.
Ella se recompone en la oscuridad, sale del cuarto de baño sin dar la luz, y yo vuelvo a pasar el pestillo. Me lavo el sexo en el lavabo, y también las manos y la cara. Hoy ya voy servido, y espero que ningún Álex me deje tan colgado como ayer.
-          ¿Qué me toca? –le pregunto al encargado del almacén.
-          Aceite, y de prisa. Acabamos de abrir y ya vamos con retraso.
Salgo con mi carro cargado de botellas y garrafas. Aunque no está en mi ruta, paso por delante de la chica pesa-frutas, pero ella está atendiendo a una señora y no me mira ni me ve. Bajo la blanca luz fluorescente del súper es, como predijo mi madre, una desgraciada vulgar y pobre, con demasiado maquillaje y cara de haber dormido mal.
Me miro yo en el espejo de una de las columnas, y mi propia imagen me hiere. Soy igual de vulgar y de imperceptible que ella. Ni siquiera mi gorra y mi camiseta me hacen especial. Soy uno más entre un millón. Un don nadie. Un perro mísero y vagabundo. Tan fácil de obviar que no existo.
-          Oye, ¿me puedes decir dónde está el azúcar? Me he recorrido tres veces el súper entero y no lo he visto.
El anciano que me habla lleva de su mano a una niña rubia de unos cinco años. Ella no me mira, y sus ojos saltan de un aparador a otro del súper, desorbitados ante tanto color y tanto brillo.
-          Lo estamos escondiendo para que no se nos acabe –le respondo de broma al viejo, que no comprende mi sentido del humor-. Sígame, haga el favor.
Y los guío por entre los pasillos repletos de gente.
-          Mire: al fondo de este pasillo, en la estantería de la derecha está el azúcar.
Él no me da las gracias. Echa a andar, y yo desearía no haberle dado las indicaciones correctas. Le habría hecho caminar sin rumbo en un súper de pesadilla, inundando de luz blanca sus pupilas cansadas hasta que hubiese soltado a su nieta de la mano. Yo la refugiaría en el váter del almacén, y con la excusa de lavarle la cara para que se le fuese el susto de verse sin su abuelo, la subiría a un taburete para que llegase mejor al lavabo. Le miraría por entre las piernas sus braguitas, probablemente de color, quizás con dibujitos infantiles. La agarraría del culete para que no se cayese, y le ayudaría a secarse la carita.
Vuelvo al aceite, y de nuevo tengo que extremar el cuidado. Oliva, girasol, extra, mezcla, virgen… virgen… La palabra resuena en mis oídos, y con la imagen del líquido untuoso en la punta del dedo, se me hace la boca agua al pensar en la niña que caminaba con su abuelo. La imagino tumbada en la arena de la playa; yo con mi dedo aceitoso le toco por debajo de las braguitas; ella se ríe, divertida; yo le toco la campanita por donde hace pis.
A mi lado, una chica joven se agacha para coger una garrafa de cinco litros. Los pechos le tiemblan como gelatina, y yo me pregunto por qué mi cuerpo no reacciona entonces, por qué se me van los ojos y la mente detrás de una niña de cinco años y en cambio las chicas jóvenes me dejan frío.
Echo la vista atrás y me doy cuenta de que siempre ha sido así. Desde pequeño me ha gustado jugar con niños menores que yo, me he reído con ellos y los he protegido y cuidado. Sin embargo, ahora un nuevo empuje me corroe. Más básico. Más instintivo. Más primitivo. Ya no quiero jugar con ellos simplemente, con la ingenuidad de mi infancia. Ahora quiero algo más sórdido, más íntimo, y que va incluso más allá del sexo. Necesito llegar a ser alguien en sus vidas, que mis actos se conozcan y se recuerden con un escalofrío, que todos se descubran ante el que una vez creyeron un anónimo don nadie, incapaz de hacerse un hueco para sí mismo, e incapaz de hacerles el más mínimo daño a ellos, los poderosos, los bien pensantes. Es la venganza de las cucarachas, que hartas de ser pisoteadas y despreciadas, van a infligir el mayor dolor a los que antes les pusieron el pie encima sin motivo.
-          ¿Te ayudo, guapo?
La chica pesa-frutas está a mi lado, y me mira con unos ojos que guardan un secreto. Yo la miro y no le digo nada. Ella cree que me gusta, que mi silencio se debe a que me azora que ella me hable. Pero no. Esta chica sólo me gusta en la oscuridad, cuando me puedo imaginar que es una niña mala, muy mala, y yo un niño malo malísimo.

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