-
Voy a
hacer pis –me dice-. ¿Me acompañas y hablamos?
-
No
puedo. Vamos con retraso.
Ella se encoge de hombros. “Bueno
-debe de pensar-, ya vendrás a suplicarme”. Vuelvo al almacén siguiendo sus
pasos, y el encargado me grita:
-
¡Venga,
ya era hora! ¡No podemos tardar tanto! ¡Está el súper a tope! ¡Toma, saca esta
verdura!
Yo me llevo el carro de reponer lleno
hasta los topes. Pepinos, me encantan los pepinos, tan sugerentes, tan
pornográficos… y las zanahorias, lo mismo mismito. Luego le regalaré una a la
chica pesa-frutas, ella entenderá por qué. Seguro que no se sonroja. Perdió la
vergüenza hace mucho.
-
¡A ver,
señoras! ¡Permiso, por favor!
Empiezo a descargar la verdura en su
lugar. Lo malo de este trabajo, además del peso, es que te deja tiempo para
pensar. Demasiado tiempo. Yo siempre miro a la gente y saco conclusiones. Me
los imagino fuera del súper, intento adivinar cómo son sus vidas. En cambio,
ellos no saben nada de mí.
Por ejemplo, esta señora rubia de bote
y entradita en carnes, ya ha devuelto mercancía en caja un par de veces. Se
escuda en que se ha dejado el monedero en otro bolso. Pero yo sé que no es
verdad. Yo sé que miente.
O esta chica joven, tan ojerosa, que
nunca sonríe. El otro día llevaba la cara marcada. No mucho, no de una gran
paliza. Pero algo le está pasando. Seguro.
Estos dos, en cambio, que siempre
vienen juntos, a estos les va bien la vida. Deben de ser recién casados. Se
cogen de la mano frente al fiambre o frente a los yogures, y él le susurra
alguna cosa al oído que la hace sonreír. Su ropa y sus zapatos son de calidad.
Manejan dinero.
También presto atención y oigo sus
conversaciones fragmentadas. Todo su universo personal puede deducirse de
ellas.
-
… que ya
le he dicho yo, que qué más quiere, si ya se me ha quedado con el piso y con el
coche ¿qué coño espera? ¿que me suicide?
O bien:
-
… hija,
y como todo está tan mal, pues no encuentra ni de lo suyo ni de nada, porque
hasta de camarero piden idiomas…
O:
-
…y ya le
he dicho yo que tenga cuidado, que en menos de nada le hará un bombo y luego si
te he visto no me acuerdo…
Me quedo con ganas de preguntarles
más, más detalles, más datos. Pero las veo pasar sin haberme visto siquiera, y
sé que es imposible entablar conversación con ellas. Yo sólo soy el reponedor
del supermercado. Apenas nadie. Un breve reflejo en el espejo de la columna.
Una sombra.
Paso la mañana de aquí para allá,
empujando un carro que no parece menguar nunca. La gente abarrota los pasillos
y no me deja circular. Se molestan y hasta se enfadan si les pido paso. Dicen
que ya no se puede ni comprar con tranquilidad. ¿Y qué van a comprar si yo no
repongo la mercancía?
Las cajeras no están en mejor
situación. Tienen colas kilométricas, y las clientas se impacientan. Hoy hasta
los guardias de seguridad están nerviosos. Cuando hay tanta gente, siempre hay
problemas.
Yo, empujando mi carro, giro por una
estantería hacia los helados. ¡Y zas! ¡Álex! Otra vez. Con su camión. Con su
madre. Con mi corazón en un puño. Pálido por la sorpresa, retrocedo y vuelo por
otro pasillo hacia el almacén. Necesito refugio, tiempo, agua. Me mojo la cara
en el lavabo. La nuca. Aún son las doce. Y ya estoy medio muerto.
A las dos agradezco tener un carro
donde apoyarme para caminar. Me duele todo, las piernas, los brazos, la espalda
y la cabeza. Necesito descansar y comer. Finalmente el encargado me despide por
hoy.
-
Tienes
que cuidarte. Últimamente tienes mala cara. ¿No será que desayunas poco?
No me llama por mi nombre porque
ignora cuál es. Tenemos una tarjetita plástica con nuestros datos, y se supone
que tiene que ir enganchada a nuestra camisa, pero yo no quiero ser yo. Quiero
ser nadie.
-
Es que
me sienta mal el verano –le miento-, el calor me baja la tensión.
Es mentira. Mi problema es que no
llevo una vida regular, no como bien ni a mis horas, duermo cuando me apetece,
o nunca, y cada vez encuentro más placer en dar rienda suelta a mis obsesiones,
consciente de que nadie las sospecha siquiera.
Sé que han estado ahí siempre. Todas
ellas. Recuerdo que de pequeño me mordía tanto las uñas que, por el dolor, no
podía usar los dedos para marcar los números en el teléfono. Recuerdo ponerme
la ropa interior de mi hermana pequeña para sentirme los cojones apretados, y actuar
como si no pasase nada. Y fingir, engañar a la gente. Siempre el dolor, el
miedo y el engaño. Comprender el funcionamiento de estos tres mecanismos ha
ocupado gran parte de mi niñez y de mi juventud. Experimentar, explorar, hallar
los límites, traspasarlos, predecir las reacciones. Aprender a adivinar los
pensamientos, a leer en los ojos y en los gestos de los demás, a dominar mis
propias respuestas. Ver hasta dónde llegaban ellos. Hasta dónde aguantaba yo.
Eso, unido al arte del halago y a unos buenos modales, me han permitido una
doble vida perfecta.
-
¡Vete
por la sombra! –me dice el encargado.
Yo le agradezco el consejo, y nada más
atravesar la puerta del súper, echo por la acera repleta de sol. Se me
despierta el alma al pensar en mi bañera. Fría. Oscura. Silente.
-
¡Eh, tú!
¡Espérame! –me gritan desde detrás.
Es la chica pesa-frutas. ¿Qué coño
quiere? Se la ve cansada, y se quita los zapatos porque le duelen los pies.
¿Piensa caminar descalza por la calle?
No hay comentarios:
Publicar un comentario