miércoles, 3 de julio de 2013

Subirse en marcha a un tren parado

El pasado lunes 1 de julio la Unión Europea abrió sus puertas a un nuevo miembro: Croacia. Situada en la orilla este del mar Adriático y por tanto vecina de Italia, este país de la antigua Yugoslavia comparte frontera con Eslovenia y Hungría, miembros de la Unión desde 2004, y con Bosnia-Herzegovina y Serbia, que todavía no han logrado su ingreso. Es por tanto un escalón intermedio en la senda de la integración europea, y también es la muestra palpable de que las heridas que dejó la guerra de los Balcanes van cerrándose y superándose lentamente. 

 La situación de Croacia no es sencilla. Este pequeño país con una población que no llega a los cinco millones de habitantes padece unos altísimos niveles de paro, sobre todo juvenil, y su economía se asienta débilmente sobre una recién estrenada estabilidad política que intenta sacudirse la corrupción de sus antiguas estructuras. Sin Europa, su futuro se percibía incierto, vulnerable, angustioso. El apoyo de sus gentes a la anexión ha sido firme y mayoritario. El respaldo de todo un continente se siente como una capa protectora ante las vicisitudes de la economía global. Como parte de Europa, ya no están solos. El enemigo externo se antoja menos poderoso. Croacia ya es Europa. 

Sin embargo, tampoco el presente en Europa es sencillo. La crisis ha sumido a algunos de sus estados miembros en una situación de pobreza que hubiésemos pensado imposible. En el viejo continente se pasa hambre. Y no hambre testimonial, sino auténtica necesidad generalizada. Los recortes en bienestar social han sido y están siendo tan profundos que cada vez más población los siente como una soga ceñida alrededor de sus gaznates, que alguien desde un lejano país va tensando a su antojo.

Algunos de los países europeos menos favorecidos ya saben que formar parte de la Unión no les salvaguarda contra los problemas. Quizás de haber estado solos, su situación sería aún más precaria, pero las condiciones actuales ya son bastante malas, con deudas inasumibles que hipotecan sus futuros y nulas perspectivas a corto plazo de mejora real de la economía o de alivio de problemas candentes como la falta de empleo.

Así pues, ¿cómo ven los estados miembros el acceso de Croacia a esta Unión nuestra? Pues con recelo, sin duda. Unos temen que las ayudas europeas que reciben en la actualidad mengüen sustancialmente a la vista de las peores condiciones del recién llegado; otros rozan la legalidad protegiéndose contra un posible flujo de trabajadores desde el este hacia el oeste del continente. Por si acaso, los croatas seguirán conservando su moneda y no podrán adoptar el euro todavía, lo cual hace pensar que la adhesión está lejos de considerar al recién llegado como un hermano en igualdad de condiciones, y que la capa protectora que iba a revestir al nuevo miembro de invulnerabilidad frente al enemigo externo... quizás lo deje a medio vestir frente a las inclemencias que le llegarán desde no tan lejos.

lunes, 1 de julio de 2013

Brasil, cero.

Son las doce menos diez de una magnífica noche estival torrevejense, y las terrazas del Paseo Marítimo bullen con miles de veraneantes ansiosos ante gigantescas pantallas que muestran un único escenario: el estadio de Río. Se palpa una tensión festiva en el ambiente, que recuerda a la vivida hace unos años, cuando la Roja se convirtió en la mejor selección del mundo a ritmo de waka-waka, cuando España fue la mejor a nivel planetario, cuando el orgullo patrio tocó el cielo con la palma de la mano. Para seguidamente caer en el negro abismo de la crisis que hoy nos ahoga.

 Algo parecido sucede en Río. A las puertas del estadio Maracaná, miles de manifestantes se han concentrado para protestar contra el disparatado gasto en infraestructuras deportivas de cara al próximo mundial, cuando la población no tiene acceso a unos servicios básicos decentes de sanidad o educación. 

Y en el colmo de la injusticia, a los más desfavorecidos, a los más pobres entre los pobres, se les está despojando de sus humildísimas viviendas, las favelas, por estar ubicadas en terrenos que las autoridades han decidido reconvertir en instalaciones deportivas. 

¿Saben esto los telespectadores de esta final? ¿Saben que varios miles de efectivos policiales han cortado las calles aledañas al estadio y están cargando brutalmente contra los manifestantes? ¿Contra la población que clama por sus derechos más básicos? ¿Lo saben? Y lo que es peor: ¿les importa?

Por eso escribo estas líneas a las doce menos diez. El conflicto de Brasil no se halla en el interior del Maracaná, sino justamente alrededor de él. Como claman los manifestantes, dentro se juegan una final de fútbol, y fuera, su futuro. Arden las calles de Río con indignación ante una injusticia que les hace invisibles a la lupa de la prensa internacional, que sólo muestra un amplísimo campo de césped reluciente y un estadio abarrotado de hinchas, muchos de ellos extranjeros. 

¿A quién le importa qué selección gane esta noche? Ante este espectáculo en el que el fútbol oculta la tragedia de un país donde los pobres se cuentan por millones, es un caso de conciencia posicionarse. Pero no a favor de uno de los dos equipos. Sino a favor del ser humano.