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Los lunes son días especialmente
frenéticos en el supermercado. Los clientes se agolpan en cualquier sitio,
frente a los espaguetis, frente a los tomates o frente a los yogures.
Impacientes, miran a derecha e izquierda hasta que me ven. Bueno, a mí no. Ven
mi gorra y mi camisa con el logotipo del supermercado.
-
¡Oye,
tú! ¡Oye! ¿Es que no vais a sacar más arroz? ¿No ves que se ha terminado? ¿O es
que quieres que nos llevemos el que no está de oferta?
A mí el arroz me la suda. Yo estoy
reponiendo leche. Ese es mi trabajo en este momento: organizar en columnas
perfectas las pesadísimas cajas de seis litros de leche.
-
Ahora
mismo paso el aviso, señora.
Y me meto en el almacén. Voy a mear.
Deambulo como si buscase algo.
-
¿Quieres
algo? –me pregunta el encargado del almacén al verme vagar entre los vehículos
que cargan los artículos más pesados.
-
No –le
respondo yo.
Y vuelvo a salir a mi puesto de leche.
La señora ya ha debido de marcharse. Nadie espera tanto tiempo por un triste
paquete de arroz.
-
¡Oye,
tú! ¡Que te he dicho hace diez minutos que faltaba arroz de oferta, y sigue sin
haber! Yo ya he terminado la compra, y me voy ya. ¿Vais a sacar más o no?
La señora es una foca gorda, con una
bata de vieja y una verruga sobre el labio bigotudo. Huele a sudor, y tiene los
dientes amarillos. Le cuelga del cuello un cordón de oro con una medalla. Me
habla con los brazos en jarras, sujetando el carro de tanto en tanto mientras
me exige el cumplimiento de lo que ella considera mi deber.
-
Sí,
señora. Lamento el retraso. Ya he avisado al responsable del almacén. Deberían
estar ya reponiendo.
-
¡Deberían,
pero no están! –protesta ella perdiendo la paciencia-. ¡Y yo me tengo que ir!
¡Vergüenza de país! ¡Así va todo! ¡Manga por hombro! Del mozo al del almacén,
del del almacén al repartidor, del repartidor al gerente… ¡y el arroz sin
llegar!. Ahora, si quieres, te gastas más dinero y compras la otra marca.
¡Claro! ¡Como nos sobra el dinero! Toda la vida trabajando para ahora tener que
mirar hasta el último céntimo…
Yo le he dado la espalda a la foca
bigotuda, que ahora está hablando sola, y sigo destrozándome la espalda. Ya me
lo dijo mi madre:
-
Si no
estudias, no serás nadie en la vida. Tendrás los peores trabajos, los peor
pagados y los de más esfuerzo, los que no quiere nadie. Vivirás en los peores
pisos, en las peores zonas de la ciudad. Te casarás con alguna desgraciada como
tú. Y verás a tus hijos, pobres y vulgares como vosotros, repetir la rueda.
Entonces te acordarás de mí, y desearás haberme hecho caso.
Y qué razón tenía, la jodida. Debe de
estar partiéndose el culo bajo tierra, con ese gesto suyo de “ya te lo decía
yo”.
-
¡Bueno,
qué! ¿Avisas otra vez? –insiste la gorda, burlándose del caso omiso que me ha
hecho el fantasma del almacén al que no he avisado quince minutos antes.
Yo ya he terminado de apilar las cajas
de leche. Le hago un gesto afirmativo con la cabeza, y vuelvo al almacén.
-
La leche
ya está –le digo al encargado.
-
Pues
ahora los plátanos, que acaban de llegar. Ya sabes: no los dejes amontonados de
cualquier modo, y pon los más maduros a la vista.
Del arroz no digo ni mu. Cojo mi carro
de reponedor, cargado de plátanos hasta arriba, y voy a la sección de la fruta.
Allí, una compañera con un uniforme impoluto, una cara maquilladísima,
perfectamente peinada, y con una sonrisa perenne, atiende muy amablemente a
otras focas bigotudas. El sitio de los plátanos está rodeado de mamás con niños
pequeños. Yo aparto la mirada de ellos.
-
A ver,
por favor. ¿Me permiten?
Pero ellas no me permiten en absoluto.
Y eso que no quedan casi plátanos, y que yo llego con mi carga preciosísima, y
que podrían ser las primeras en elegir. Pero no mueven ni un ápice esos
traseros prietos, no apartan los carritos de los niños, no me ven ni me oyen.
-
Por
favor, ¿me dejan que reponga los plátanos?
Se diría que los dan gratis. Se diría
que no hay nadie haciéndose rico a costa de la ansiedad de estas mamás hiperresponsables,
preocupadas hasta el extremo por la alimentación de sus bebés de anuncio.
-
¡Permiso!
-
¡Álex!
¡No le pegues al señor en la pierna! ¡Estate quieto!
Efectivamente, el Álex de los cojones
me está pegando con su trenecito rojo en el muslo, mientras yo, prácticamente
apartando a las mamás a codazos, me abro el espacio que necesito para maniobrar
con los plátanos. Primero, retiro hacia la izquierda los que ya había, y luego
voy llenando la parte central y derecha con la nueva mercancía. Las mamás,
impacientes y nerviosas, se lanzan sobre mi carro de reponedor para coger los
plátanos antes de que lleguen al mostrador. Parecen un enjambre de moscas
alrededor de una mierda gigante. El niñito vuelve a golpearme en el muslo. Yo
no quiero mirarle, no quiero. Noto mi corazón acelerándose, noto un deseo
brutal que empieza a sobrecogerme. Me aferro al carro para asegurarme de que
mis manos, huérfanas de realidad a la que asirse, no terminan en el blanquísimo
cuello del chaval, tan cálido, tan blando, tan tentador. Sin acabar de rellenar
el aparador de los plátanos, empujo mi carro de reponedor para espantar a las
moscas. Entonces el espejo que recubre una de las columnas del supermercado me
devuelve el reflejo de la cara de Álex, el chiquillo de unos tres años que me
está removiendo las entrañas. Él se da cuenta de que yo le estoy contemplando
en el espejo, y se echa a reír. Ríe como loco, sin motivo y sin freno. A mí se
me ha parado el tiempo, mientras noto mi sexo hincharse más y más, herido bajo
la mirada azul y burlona del angelote rubio. Un codazo me devuelve a la
realidad.
-
¡Pero no
te pares aquí en medio, que aún llevas muchos plátanos en el carro! –me dice el
encargado de frutería.
Yo le miro y no le veo. Debo de tener
los ojos en blanco, totalmente girados hacia el interior de mi cuerpo, hacia
esa zona donde la sangre se acumula y me hace enloquecer.
-
¿Te
encuentras bien? –me pregunta.
-
Me estoy
mareando…
Él me coge el carro para acabar de
colocar los plátanos.
-
Corre
–me dice-, ve a lavarte la cara, a ver si así te encuentras mejor.
Yo me voy al váter, a ese lugar tan
oscuro, húmedo y sucio como mi sexo. Me cojo el miembro y doy salida a toda mi
podredumbre. Me doy asco y miedo. La cara de Álex no se borra de mi mente
mientras, ya terminado, me siento en la taza y recupero mi respiración.
Salgo a por mi carro de plátanos. El
encargado de la fruta lo ha dejado aparcado en un rincón, ya vacío. Lo busco
con la mirada para darle las gracias pero ya no está, no le veo. En su lugar,
la chica pesa-fruta me guiña un ojo y se pasa la lengua por el labio superior.
Debe de tener unos veinte años. Con diez menos soñaría con ella, pero así… Le
sonrío, no quiero que piense que soy raro, y me esfumo.
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