Yo no soy nadie, y mi nombre no
importa. Sólo soy un fracasado, el penúltimo escalón de la sociedad, un
rechazado, un paria. De día soy invisible, estoy en soledad la mayor parte del
tiempo, e incluso en mi trabajo nadie repara en mí. Paso días enteros sin
hablar con nadie, sin mirarles a los ojos, temeroso de que descubran mi
secreto. Mi terrible secreto.
Pero ellos, confiados en la bondad de
los que les rodean, en el orden natural e inamovible de la sociedad, viven
tranquilos y relajados sus días, sus semanas, sus meses, apilando en álbumes de
fotografías sus recuerdos felices. Yo les observo. Desde mi inexistencia
social. Desde mi anonimato. Observo a sus pequeños retoños, réplicas diminutas
de sus padres y de sus madres, correr y jugar ajenos a mi oscuridad. Sonríen
bobamente, dulcemente. Como las ovejas. El tiempo del lobo, hoy agazapado y
expectante, se acerca. Mientras, afilo mis garras, pienso, planeo, anticipo. Tengo
que tenerlo todo preparado. Para cuando me ruja la tripa y salga de caza. Para
cuando mirar ya no me sea suficiente. Para el día en que mi anonimato sea mi
mejor arma. Para cuando les arrebate lo que más quieren, y ellos no sepan de
dónde tanta maldad. De quién. O por qué motivo.
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