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Hoy es martes, víspera de festivo.
Mañana es la Virgen del Carmen, y en un pueblo marinero como este, es fiesta
mayor. Así que hoy, nuevamente, el súper estará atestado de gente, como si al
no abrir el miércoles, tuvieran que aprovisionarse para dar de comer a un
regimiento.
Entro en el almacén y me pongo mi
gorra y mi uniforme de reponedor. Alguien me observa mientras me abrocho los
pantalones: es la chica pesa-frutas.
-
Hola,
guapo –me dice mientras me acaricia la nuca con sus larguísimas uñas-. Has
llegado pronto hoy…
Es cierto, faltan diez minutos para
las ocho y media, o sea que son las ocho y veinte de la mañana: la hora menos
apetecible para tener sexo. Pero ella no parece opinar así. Me empuja hacia
atrás con su mano en mi vientre, y me hace volver a entrar en el aseo, de donde
yo ya he salido. Se quita la camiseta de tirantes y el sujetador. Tiene unas
peras enormes. Entonces pasa el pestillo y apaga la luz, para que nadie
sospeche que estamos dentro. Con rapidez me besa los labios y me desabrocha el
pantalón. Mete su mano en mi bragueta, y me toca.
Yo me imagino que es una niña muy mala,
y en la oscuridad noto mi sexo invadiéndolo todo, primero en su boca, y luego,
apoyado contra la pared en un equilibrio imposible, dentro de su agujero
prohibido, tan húmedo y caliente que no quiero salir nunca. Nos movemos sin
palabras, sin sonidos, sólo respiramos a la vez, rápidos ante el temor a ser
descubiertos. Yo me dejo llevar por ella, por mi niña imaginaria. Hasta que
culmino con un imperceptible gemido.
Ella se recompone en la oscuridad,
sale del cuarto de baño sin dar la luz, y yo vuelvo a pasar el pestillo. Me
lavo el sexo en el lavabo, y también las manos y la cara. Hoy ya voy servido, y
espero que ningún Álex me deje tan colgado como ayer.
-
¿Qué me
toca? –le pregunto al encargado del almacén.
-
Aceite,
y de prisa. Acabamos de abrir y ya vamos con retraso.
Salgo con mi carro cargado de botellas
y garrafas. Aunque no está en mi ruta, paso por delante de la chica
pesa-frutas, pero ella está atendiendo a una señora y no me mira ni me ve. Bajo
la blanca luz fluorescente del súper es, como predijo mi madre, una desgraciada
vulgar y pobre, con demasiado maquillaje y cara de haber dormido mal.
Me miro yo en el espejo de una de las
columnas, y mi propia imagen me hiere. Soy igual de vulgar y de imperceptible
que ella. Ni siquiera mi gorra y mi camiseta me hacen especial. Soy uno más
entre un millón. Un don nadie. Un perro mísero y vagabundo. Tan fácil de obviar
que no existo.
-
Oye, ¿me
puedes decir dónde está el azúcar? Me he recorrido tres veces el súper entero y
no lo he visto.
El anciano que me habla lleva de su
mano a una niña rubia de unos cinco años. Ella no me mira, y sus ojos saltan de
un aparador a otro del súper, desorbitados ante tanto color y tanto brillo.
-
Lo
estamos escondiendo para que no se nos acabe –le respondo de broma al viejo,
que no comprende mi sentido del humor-. Sígame, haga el favor.
Y los guío por entre los pasillos
repletos de gente.
-
Mire: al
fondo de este pasillo, en la estantería de la derecha está el azúcar.
Él no me da las gracias. Echa a andar,
y yo desearía no haberle dado las indicaciones correctas. Le habría hecho
caminar sin rumbo en un súper de pesadilla, inundando de luz blanca sus pupilas
cansadas hasta que hubiese soltado a su nieta de la mano. Yo la refugiaría en
el váter del almacén, y con la excusa de lavarle la cara para que se le fuese
el susto de verse sin su abuelo, la subiría a un taburete para que llegase
mejor al lavabo. Le miraría por entre las piernas sus braguitas, probablemente
de color, quizás con dibujitos infantiles. La agarraría del culete para que no se
cayese, y le ayudaría a secarse la carita.
Vuelvo al aceite, y de nuevo tengo que
extremar el cuidado. Oliva, girasol, extra, mezcla, virgen… virgen… La palabra
resuena en mis oídos, y con la imagen del líquido untuoso en la punta del dedo,
se me hace la boca agua al pensar en la niña que caminaba con su abuelo. La
imagino tumbada en la arena de la playa; yo con mi dedo aceitoso le toco por
debajo de las braguitas; ella se ríe, divertida; yo le toco la campanita por
donde hace pis.
A mi lado, una chica joven se agacha
para coger una garrafa de cinco litros. Los pechos le tiemblan como gelatina, y
yo me pregunto por qué mi cuerpo no reacciona entonces, por qué se me van los
ojos y la mente detrás de una niña de cinco años y en cambio las chicas jóvenes
me dejan frío.
Echo la vista atrás y me doy cuenta de
que siempre ha sido así. Desde pequeño me ha gustado jugar con niños menores
que yo, me he reído con ellos y los he protegido y cuidado. Sin embargo, ahora
un nuevo empuje me corroe. Más básico. Más instintivo. Más primitivo. Ya no
quiero jugar con ellos simplemente, con la ingenuidad de mi infancia. Ahora
quiero algo más sórdido, más íntimo, y que va incluso más allá del sexo.
Necesito llegar a ser alguien en sus vidas, que mis actos se conozcan y se recuerden
con un escalofrío, que todos se descubran ante el que una vez creyeron un
anónimo don nadie, incapaz de hacerse un hueco para sí mismo, e incapaz de
hacerles el más mínimo daño a ellos, los poderosos, los bien pensantes. Es la
venganza de las cucarachas, que hartas de ser pisoteadas y despreciadas, van a
infligir el mayor dolor a los que antes les pusieron el pie encima sin motivo.
-
¿Te
ayudo, guapo?
La chica pesa-frutas está a mi lado, y
me mira con unos ojos que guardan un secreto. Yo la miro y no le digo nada.
Ella cree que me gusta, que mi silencio se debe a que me azora que ella me
hable. Pero no. Esta chica sólo me gusta en la oscuridad, cuando me puedo
imaginar que es una niña mala, muy mala, y yo un niño malo malísimo.
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